Entrevista a Caponnetto

Juan Terranova
48 min readFeb 3, 2015

--

“Siempre tuve por meramente didáctica y elementalmente práctica esta división de las perspectivas, a sabiendas de que derechas e izquierdas son hoy y desde antaño denominaciones más que discutibles e intercambiables. Creo conocer y compartir las reservas que caben sobre ambos términos.”

Antonio Caponnetto, Los críticos del revisionismo histórico, Tomo II.

“Todas las calabazas son racistas, la diferencia es que yo lo admito.”

Los Simpson, La casita del horror XIX.

Antonio Caponnetto en un bar del barrio de Flores.

Para Carlos Mackevicus, en muestra de amistad.

1.

EL viernes 23 de agosto del 2013, alumnos de la carrera de Comunicación de la Universidad de Buenos Aires me ofrecieron hacerle una entrevista pública al escritor Alan Pauls. Después de dudar un poco, acepté. La entrevista salió bien. Pauls llegó temprano y el bar estudiantil de la calle Santiago del Estero estaba lleno. A partir de tres preguntas clásicas –¿Qué libro estás leyendo? ¿Qué estás escribiendo? ¿A quién votaste y a quién vas a votar?– hablamos del Premio Herralde, del psicoanálisis, del troskismo, de Fogwill, de David Foster Wallace, de la masturbación y de la polémica como género. (Grabé la charla y ahora la vuelvo a escuchar y la voz de Pauls suena nítida y precisa.) Cuando le pregunté si estaba trabajando en un libro, Pauls me contestó que escribía un ensayo biográfico sobre el cineasta chileno Raúl Ruiz y contó del paso de Ruiz por la jefatura de medios y comunicación del Partido Socialista durante la Unión Popular de Allende. También habló de su compulsión por filmar, de la práctica artística heterodoxa que llevaba adelante y de La expropiación, una película por encargo que debía explicar la reforma agraria y terminó prohibida por el partido porque mostraba cómo unos peones descuartizaban a un funcionario progresista. Al final citó el exilio del cineasta en Francia y Diálogo de exiliados, una película donde, según Pauls, “Ruiz escracha a todos los exiliados chilenos que en París eran como estrellas, quema naves con su país y se transforma en un cineasta europeo que en diez años tiene a toda la intelligentsia francesa a sus pies.” De la biografía como género, de sus complicaciones, posibilidades e imposibilidades, pasamos a hablar de Chile. Cité mis lecturas de Miguel Serrano y Pauls dijo que le llamaba la atención cómo persistían los efectos de la dictadura de Pinochet. Lo transcribo: “Cuando uno va a Chile ve el efecto de una dictadura ultra-inteligente, una dictadura que se tomó un trabajo extraordinario para formatear la sociedad mucho más allá del tiempo histórico que le iba a tocar estar en el poder. Por ejemplo, el máximo valor que existe en Santiago es la obediencia. En Chile, el que obedece es buen ciudadano. O sea hubo un lavado de cerebro que persiste. Nosotros tuvimos una dictadura sangrienta y corta. Es horrible decirlo pero tuvimos suerte. Los chilenos, por su parte, entraron en una especie de monstruosidad completamente imperceptible. En Chile te das cuenta de que entre los milicos había gente muy inteligente, con una inteligencia completamente diabólica que no existió en la Argentina. Acá hace muchos años, décadas diría, la derecha no produce cabezas inteligentes. Si la derecha produjera hoy una cabeza inteligente estaríamos totalmente perdidos.”

Revista Cabildo. Número 1. Mayo, 1973.

Luego hubo una pregunta del público, y pasamos a hablar de Roberto Bolaño y de 2666, y de las Memorias prematuras de Rafael Gumucio. La conversación siguió pero sentí que se había tocado algo sobre lo que había que volver. En un mundo donde Internet parece tener todas las respuestas, donde las guerras y los regímenes dictatoriales suceden lejos o incluso lejísimos, en una Argentina donde la democracia había triunfado, con sus claras imposibilidades y defectos pero había triunfado, mientras seguía escuchando a Pauls pensé ¿dónde están hoy los intelectuales de la derecha argentina? “Acá hace muchos años, décadas diría, la derecha no produce cabezas inteligentes.” La frase era taxativa, cortante, pedía ser contrastada, verificada. Una semana después de la entrevista pública salí de mi casa y caminé hasta Primera Junta. Cuando llegué, antes de bajar al subte, me detuve a mirar lo que exhibía el kiosco de diarios. Sin pensarlo, compré un ejemplar de la revista Cabildo. No era la primera vez que la compraba. Ya lo había hecho alguna vez, hace años, con una mezcla de curiosidad y gesto irónico-camp. La hojeé durante mi viaje al centro y la tuve conmigo durante todo el día. ¿Qué encontré? Lo que recordaba estaba ahí. En la tapa, se leía “Cabildo” escrito en letras góticas, y abajo “Alguien tiene que decir la verdad” sobre una cinta patria en celeste y blanco. (El sitio web conservaba la antigua consigna: “Por la Nación, contra el caos”.) Luego, en la misma tapa, un par de fotos de Cristina en colores. Y en amarillo el titular “Hay que abuchearla donde vaya” escrito en mayúsculas. Adentro seguían chicanas de todo tipo, acusaciones paranoicas, lecturas exageradas y violentas, y también un estilo, un uso del idioma castellano, que me resultaba a la vez ajeno y sensual. Para los redactores de Cabildo toda la clase política y dirigente era corrupta sin más. Y corrupta en muchos sentidos: en su saqueo de las arcas públicas, desde luego, pero también en su voracidad por el poder, en su judaísmo oculto o exhibido, en su falta de rumbo espiritual. Al mismo tiempo se atacaba al Papa Francisco, a Clarín, a la astrología, al INADI, a la prostitución, a la droga, al aborto, a los holandeses, al “vicio inherente del sufragio universal”, mientras tanto se defendía al Marqués de Sobremonte, a la institución castrense y a Carlos Gardel cuyos tangos, parece, cantaba la División Azul. El énfasis en el ataque robustecía la forma de los artículos que, más allá de sus ideas, insisto, me resultaba atractiva. La editorial de ese número la firmaba Antonio Caponnetto, director de la revista, y entre citas de Quevedo y alusiones a San Martín se hablaba del Operativo Independencia como parte de “una guerra limpia, jalonada de hazañas y de miembros de nuestras Fuerzas Armadas, gloriosamente heridos o muertos en combate.” Esa noche googleé a Caponnetto y leí una nota descriptiva publicada en Página/12 donde se decía que había nacido en 1951 y que era “uno de los miembros más carismáticos del filonazismo remanente de la agrupación Custodia.” Profesor de Historia, doctor en Filosofía, se lo señalaba como cofundador de la Corporación de Científicos Católicos y del Consejo Consultivo de la Fundación Gladius y colaborador de revistas o sitios como Política y Desarrollo, Ahora Educación, Familia y Vida y La década del 70; ésta última reivindicadora, siempre según Página/12, del terrorismo de Estado. Me sorprendió que Caponnetto fuera, aparte de todo eso, investigador del Conicet.

Revista Cabildo. Editorial del número 1.

2.

Una semana después, aproveché un mediodía que tenía libre y fui hasta la librería Huemul de la avenida Santa Fe. Aunque muchas veces me había detenido abajo de su marquesina, nunca había entrado. En la vidriera había libros sobre Malvinas y “el conflicto del Atlántico sur”, algunas novelas, un Harry Potter, almanaques astrológicos, y también ensayos como La historia no contada o La restauración de nuestra identidad. Resaltaba una pila de revistas La Jauja, una gruesa biografía de Göring escrita por David Irving y un tomo de color rojo titulado El gran engaño. Fidel Castro y su íntima relación con el narcotráfico internacional. Coronando la selección ofrecida al viandante había un torso de inspiración grecolatina hecho en mármol blanco. Adentro encontré mesas de usados y sobre las inmensas bibliotecas de las paredes muchísimos libros viejos. Me llamó la atención una serie de ciencia ficción –tapa dura, en español– con títulos de Philip K. Dick y Brian Aldiss, y un ejemplar en rústica titulado en inglés The Third World War firmado por el General Sir John Hackett “& others.” Al final del local, se veían dos monitores enormes, uno de ellos apagado. Me acerqué. Una vieja seria me observó desde la caja. Pregunté por Notas sobre Juan Manuel de Rosas, el último libro de Caponnetto. Una chica joven con cara de dormida me derivó sin ganas con otra mujer regordeta y de unos cuarenta años. La mujer se acomodó los lentes, pensó y se puso a revolver unos estantes para decirme, casi enseguida, que lo único que tenían de Caponnetto era el segundo tomo de Los críticos del revisionismo histórico. Después cambió una escalera de lugar, subió, se fijó y me volvió a decir que el de Rosas no estaba. Al mismo tiempo un chico de barba me acercó un libro grueso de tapa blanca. “Es el segundo tomo, el primero habría que encargarlo” aclaró. Le respondí que lo llevaba y miré un poco más. La selección era puntual y previsible. Estaba la mesa de literatura hispánica con ediciones baratas de La celestina; la parte de religión con libros de la década del 80 sobre Juan Pablo Segundo, la sección dedicada a la historia argentina, y otra sobre la Segunda Guerra Mundial con sus infaltables fascículos sobre el nazismo. Enseguida me acerqué a la caja y le pregunté al chico de barba si Caponnetto se dejaba ver por la librería. “Sí, puede ser, a veces” respondió, esquivo. El segundo tomo de Los críticos del revisionismo histórico era un libro de unas seiscientas páginas publicado por el Instituto Bibliográfico “Antonio Zinny.” Leí el principio de la contratapa: “Los críticos de los que aquí se ocupa el autor proceden de los distintos ámbitos del liberalismo o de la izquierda, pero resultan englobables todos en el penoso pensamiento único, políticamente correcto, establecido hoy despóticamente.” Los adverbios marcaban el pulso de la encendida prosa de Caponnetto y el “penoso”, adjetivo innecesario, subrayaba la violencia de sus ideas. ¿Sabían los empleados que trabajaban para una librería reprobada por el status quo intelectual? Se trataba de una pregunta improcedente. ¿Qué peso puede tener esa condena hoy en día? Con el libro en la mano, pedí permiso para sacar una foto y la vieja de la caja –más tarde iba a confirmar que se llamaba Lidia y era la dueña histórica de la librería– me autorizó con un gesto seco. Intrigada, se humanizó y quiso saber de dónde era. ¿Quién podría sacarle una foto a una vieja librería porteña si no era un turista o un extranjero? “De Tucumán” le dije, para no decepcionarla. “Ah, qué linda provincia, el Jardín de la República” comentó. Saqué dos fotos más, pagué y me fui.

El sábado siguiente me acerqué a mi biblioteca y empecé a ordenar los libros. ¿Qué buscaba? Nada en particular. Pero comprobé, una vez más, que los libros con los que había estudiado –los libros que seguía leyendo y consultando– tenían un sesgo político evidente. No hice una lista. Con solo mirarlos alcanzaba. En su abrumadora mayoría eran libros escritos por pensadores de izquierda, identificados con la izquierda, o que habían tenido alguna simpatía o relación con la izquierda, tanto nacional como internacional, tanto liberal como totalitaria. Separé intuitivamente los libros argentinos que se oponían de forma abrupta y decidida a esa tradición. No fueron muchos. Una vieja edición encuadernada de Vidas de muertos de Ignacio Anzoátegui, Influencia económica británica en el Río de la Plata de Julio Irazusta, un libro sin tapas de Enrique Gandía que no recordaba haber comprado. ¿Lugones entraba en ese grupo? Tenía un pasado de izquierda. El intelectual argentino paradigmático del centenario que, como decía Viñas, se subía al caballo por la izquierda y se bajaba por la derecha. (Hay contraejemplos, desde luego. Jorge Ricardo Masetti y Rodolfo Walsh empezaron en la Alianza Libertadora Nacionalista. Lo dice Wikipedia.) Después, encontré una caja con apuntes de la Facultad. Eran los programas de las materias y algunas fotocopias que no me había decidido a tirar. Las revisé por arriba, sin detenerme. Recordaba muy bien la bibliografía obligatoria que me habían hecho leer. Entre esas hojas amarillentas había una copia incompleta de Los nacionalistas (1901–1932) de María Inés Barbero y Fernando Devoto, editada por el CEAL. Recordé el acuerdo, entre tácito y canchero, que señalaba a los nacionalistas de los veinte como las mejores plumas de la época, tipos que escribían desde el hispanismo, recitando el Siglo de Oro. Pero la verdad es que nadie los leía ni los lee. Esa misma noche, le comenté a un amigo que había comprado la revista Cabildo. Hubo un momento de confusión. Él pensó que me refería a Criterio, mucho más pudorosa, administradora de un prestigio menos polvoriento. Lo corregí. “Criterio no, Cabildo” dije. Hizo un gesto de “Ah, esos trasnochados…” Entonces pensé si realmente valía la pena ir tan lejos. Después, me citó La saga de los Anchorenas, de Juan José Sebreli, uno de los pocos intentos de hacer sociología de las clases altas en la Argentina.

Librería Huemul. Avenida Santa Fe. Buenos Aires.

3.

El repaso de mi biblioteca me había dejado la impresión de que la izquierda en la Argentina democrática de los últimos treinta años había sido obsesivamente estudiada y enseñada, y era objeto de debates constantes, mientras la derecha aparecía fragmentada, oculta, distante, y a veces incluso silenciada tanto por sus protagonistas como por sus detractores. Después, en la web, encontré un artículo de Diego Vecino sobre Carlos Brito. Lo había leído cuando apareció y recordaba un pasaje puntual. Vecino presentaba a Carlos Brito y decía: “Ustedes no saben nada de él, por supuesto, porque son gente simple y porque su deficiente escolarización humanística incorpora al programa la glosa larga y frívola del ‘joven Marx’ pero no la existencia de estas personas, multimillonarios y garcas a escala del megatardohipercapitalismo global, tipos con la capacidad de movilizar recursos equivalentes a puntos gruesos del PBI de países de mierda como el nuestro.” Me sentí tocado. ¿Vecino tenía razón? ¿Los marxistas hoy ignoraban todo sobre el Gran Capital? La glosa larga y frívola del joven Marx… ¿Y quién era Brito? Brito era el CEO de AB InBev, la empresa productora de cerveza más grande del mundo, con un 25% del share global, una producción de 399 millones de hectolitros anuales y un revenue total de casi el 20% del PBI de la Argentina. Según Vecino, AB InBev tenía siete de las diez cervezas más vendidas del planeta, además de ser un 40% más grande que su más inmediato competidor, SABMiller, y emplear a más de cien mil personas en todo el mundo. “Los que conocen a Carlos Brito dicen que es uno de los tipos más fríos y especuladores del mundo. De hecho, lo apodan La Máquina” escribe Vecino y acota: “Su hobby es reducir estructuras de costos. Recortar. Es una tarea que hace con pasión, que lo distingue y que le permitió desarrollar el modelo de negocios que lo llevó a la cima del mundo cervecero. Así fue que destruyó la cerveza Quilmes y con ella todo el complejo andamiaje de sentidos que la hacían una de las principales usinas productivas de subjetividad a gran escala de la Argentina”.

Mientras en Buenos Aires se daban miles de becas académicas para estudiar la izquierda, se publicaban cientos de libros y papers sobre los diferentes marxismos, la guerrilla urbana y rural, la teoría de la liberación, y todos sus afluentes y derivados, mientras se formaban orgullosos especialistas de la tradición revolucionaria y las curriculas de las diferentes unidades académicas argentinas no dejaban de enseñar el amplio abanico que va de la escuela de Frankfurt a Ho Chi Minh, los movimientos del Gran Capital Internacional, que encima mutaban a una velocidad vertiginosa en base a los últimos avances en tecnología y comunicaciones, eran prolijamente ignorados o formaban parte de las leyendas de las universidades privadas.

Me fui a dormir, no preocupado pero sí algo taciturno, recordando que una cooperativa de Bariloche había intentado aserrar las patas del monumento Roca que hay en el centro cívico. ¿El motivo? Algunos de sus integrantes tenían sangre mapuche y argumentaban que el general tucumano había matado a sus ancestros.

Revista Cabildo. Octubre, 2013. Número 105.

4.

Dos o tres días después empecé a pensar si sería posible entrevistar a Antonio Caponnetto. ¿Por qué? ¿Para qué? ¿En qué me iba a ayudar una entrevista con Caponnetto? Tenía una buena ensalada en la cabeza y la lectura del artículo de Vecino me había descorazonado. Lo mejor habría sido dejar todo, olvidarme de esa telaraña teórica que había ido construyendo y dedicarme a proyectos más viables, menos ásperos, de ser posible más lucrativos. Ocurrió lo contrario. No lo pensé. Nada más decidí hacerlo. Sin resultados, envié un par de mensajes a la revista Cabildo y hablé con algunos conocidos para saber si conseguían un teléfono de Caponnetto. Al final tuve noticias de una fan page de Facebook. Su administrador, que curiosamente se identificó como chileno, me pasó una dirección de correo. Escribí eligiendo las palabras pero no obtuve respuesta. Pasaron unos días y empecé a pensar en Carlos Menem. Si había un político que encarnara la derecha exitosa en la Argentina ese era él. Se trataba, desde luego, de una derecha liberal, no totalitaria. ¿Y si lo entrevistaba? De Caponnetto a Menem, el salto resultaba alucinado, improcedente. Igual comencé las diligencias para saber si era factible. Conseguí un teléfono, luego otro y al final hablé con su prensero en el Senado. Después de años en la política y en el centro de la vida pública, Menem seguía siendo senador por La Rioja. Sin embargo, era como si estuviera escondido. Decadente, viejo, casi anónimo, incluso vencido, cada tanto aparecía en alguna nota lateral por haber pactado con el kirchnerismo. Si perdía sus fueros, ¿lo esperaba el juicio por tráfico de armas a Ecuador y Croacia? En Wikipedia leí que el 13 de septiembre de 2011 el Tribunal Oral en lo Penal Económico 3 de la ciudad había dado a conocer el fallo que lo absolvía a él y a otros diecisiete funcionarios de su gobierno. Pero el 8 de marzo del 2013, la Sala I de la Cámara de Casación había revocado su absolución y la de Oscar Camilión por considerarlos coautores de contrabando agravado. Por eso dudé cuando el prensero me dijo que “el senador no está recibiendo a nadie porque, como todos sabemos, viene pasando un mal momento.” Asentí sin terminar de entender. Cuando corté, leí en Clarín que su hijo Carlos Nahir había sido procesado sin prisión preventiva por haber amenazado con un arma de fuego a un camionero durante un incidente de tránsito en el barrio de Palermo. A Carlos Nahir, que era famoso por haber sido parte de un reality show, se lo acusaba de “portación indebida de arma de guerra, con el atenuante de ser tenedor legítimo.” En el medio del forcejeo con el camionero, el hijo de Menem se había pegado a sí mismo un tiro en la rodilla derecha. Mientras pensaba cómo incluir todo esto en mis especulaciones sobre la derecha, Antonio Caponnetto me respondió.

Revista Cabildo. Número 2. Junio, 1973. José Ber Gelbard en tapa.

Así que me olvidé de Menem y empecé un intercambio simple y ameno con el director de Cabildo. Cuando le pedí una entrevista Caponnetto quiso saber para qué medio era. Le contesté, sin mentirle, que quería escribir por mi cuenta sobre la revista que él dirigía y sobre su actividad como historiador. Me pasó su teléfono y me respondió que viajaba a Santiago del Estero a dar una conferencia pero que a su vuelta nos podíamos encontrar. Diez días después le recordé el compromiso y me citó un viernes a las once y media de la mañana en la Basílica de Flores, sobre la Avenida Rivadavia. Pasado el mediodía tenía que ir a buscar a su nieto al colegio y me señaló que si éramos puntuales podíamos disponer de una hora para conversar. Sus mensajes me llegaban siempre entre las seis y las siete de la mañana y yo me apuraba a contestarlos. (No quería que pensara que era un hippie que dormía hasta el mediodía.)

Preparé la entrevista leyendo el segundo tomo de Los críticos del revisionismo y el último número de Cabildo. Caponnetto era un escritor prolífico y dedicado, con casi treinta libros sobre los temas más diversos. Su estilo podía ser de trinchera en la revista, o de ensayista académico en sus publicaciones más importantes, pero nadie que yo hubiera frecuentado escribía así ni con esas ideas. En la web encontré el índice –¡y qué índice!– de su libro La perversión democrática, aparecido en el 2008. Copio los nombres de algunos capítulos: Un católico no puede ser democrático; Un católico no puede profesar una religiosidad subvertida; Un católico no puede aprobar el sufragio universal; Un católico no puede admitir la soberanía popular; Un católico no puede creer en el constitucionalismo moderno; Un católico no puede integrar la partidocracia; Un católico dedicado a la política no puede omitir la doctrina de la Realeza Social de Jesucristo, ni el carácter confesional de su misión. Después encontré el principio del libro en el sitio de Cabildo. Caponnetto empezaba con la etimología de la palabra “democracia” y la remontaba a la Grecia Antigua que, se sabe, era una sociedad teocéntrica y esclavista. ¿Cómo discutir con estas ideas? Terminé armando un cuestionario con las mismas deslucidas preguntas de rutina y el viernes pactado caminé hasta la Basílica de Flores. Ansioso, llegué temprano. En la esquina de Rivera Indarte y Rivadavia, un grupo de cinco chicos vestidos de verde paraban a la gente y le ofrecían colaborar con Greenpeace. Seguí de largo y llegué a las escalinatas de la Basílica. Subí y entré. El silencio me reconfortó. Los sonidos del tráfico se escuchaban muy lejanos. Tres personas hacían cola en el confesionario. Un hombre joven dormía sentado en uno de los bancos, dejando caer su cabeza hacia adelante. (Pensé que estaba rezando pero no, dormía custodiando tres bolsas de nylon negro.) Caminé por la izquierda de la nave central y me gustó un San Roque que se ubicaba arriba a la izquierda de un altar presidido por Nuestra Señora del Carmen. El Santo mostraba su herida en la pierna izquierda, levantándose el manto. Lo acompañaba Melampo, el perro que le llevaba el pan y la sanación. Una mujer me sacó de mi ensimismamiento preguntándome si tenía que rendir una materia. Me resultó gracioso que me confundiera con un estudiante. Le dije que no. “Igual te deseo mucha suerte en la vida” me dijo. Cuando me estaba yendo vi entrar un hombre de edad indeterminada, zaparrastroso y con una guitarra en la mano. Sacó una moneda de la boca del instrumento, la puso en la alcancía de las limosnas, se arrodilló dos segundos, se levantó y se fue. Cuando salí, el sol me cegó. Cinco minutos después vi a Antonio Caponnetto subir las escalinatas y lo llamé por su nombre. Nos dimos la mano. Estaba vestido con austeridad. Usaba un sobretodo negro, camisa blanca, chaleco de lana. Me señaló en dirección al bar de la esquina. Ya en el bar, elegimos una mesa y pedimos café con leche. Caponnetto era educado, amable, casi tímido. ¿Había conflicto entre sus parsimoniosas maneras sociales y sus convicciones? En ningún momento se mostró arrebatado ni fuera de sí. Más bien al contrario. Pero ¿por qué uno podría esperar eso? Las tapas de Cabildo, la fama…

Antonio Caponnetto durante la entrevista.

Lo primero que me dijo fue que le incomodaba hablar de sí mismo. Agregó que no tenía problema en opinar sobre los temas que trabajaba e incluso sobre la coyuntura política que leía en los diarios. Pero sentía cierto pudor a la hora de hablar de él, de su vida, del lugar que ocupaba en el mundo. Le creí. Cuando vio que había llevado mi cuestionario impreso en una hoja de papel, me señaló, con humor, “ah, pero sos un obsesivo.” Sonreí. Tersa ironía que él me lo dijera a mí. Enseguida me contó que dirigir Cabildo era un honor porque se trataba de una de las publicaciones más antiguas del nacionalismo católico. Quise saber en qué trabajaba en esos días, me contó que pasaba en limpio la continuación de su libro Educadores católicos y, como había recibido, por parte de algunos amigos, objeciones a La perversión democrática –“amables objeciones” aclaró– quería darles respuesta. Después le pregunté cuál había sido a su juicio el mejor gobernante que tuvo la Argentina. Sonrió y respondió que para él el único gobernante bueno que había tenido la Argentina había sido Juan Manuel de Rosas. “Fue un hombre asimétrico, no tiene simetría con ningún otro. Hoy el gobierno se define rosista, los peronistas se definen rosistas, los socialistas-marxistas también se definen rosistas… Pero Rosas es un contrarrevolucionario. Rosas es un antimoderno. Rosas es un príncipe católico. Rosas es un reaccionario. Por todo eso, lo elogio y pondero. Y estos sinvergüenzas… Bueno, el Rosas que ellos elogian no existió y el que existió les habría cortado la cabeza a todos. Por eso estamos viviendo una paradoja tragicómica. Si realmente Rosas reapareciera, los pasaría a degüello… Ese Rosas populista, tercermundista, socialista, proto-peronista, es un invento.”

¿Y hoy? ¿Admiraba a algún político de la actualidad? Caponnetto me citó a Blas Piñar, un viejo falangista de casi cien años. Cuando quise saber su opinión sobre Carlos Biondini me dijo, tajante, que no se sentía identificado ni con el pensamiento ni con la conducta política de Biondini. Y ahí quedó la cosa. Enseguida hablamos del progresismo. Caponnetto citó al padre Castellani y un libro de Thomas Molnar, El utopismo: La herejía perenne: “Bajo ese manto de planteo político –señaló–, hay un reclamo teológico: estar en contra de Dios.”

(Ahora escucho la grabación de la charla y de fondo se siente la FM del bar. Estando en el barrio que lo había visto crecer, ¿por qué no le pregunté por el Papa argentino? Ya sabía lo que pensaba. Francisco y sus intransigencias, sus faltas al protocolo, sus tácitas pero muy presentes promesas de reforma, le desagradaban. El Papa argentino podía disparar una larga conversación que se comiera la entrevista entera. Ahora mientras desgrabo, sin embargo, me arrepiento de no haber sacado el tema.)

También hablamos bastante de la moral del éxito protestante y el origen del capitalismo y cómo eso se había trasladado al resto de la sociedad “contaminando inclusive –decía él– las estructuras de la Iglesia Católica.”

Revista Cabildo. Número 26. Diciembre, 1974.

Caponnetto respondía con solvencia. Hacía una pausa. Tomaba su café con tranquilidad. Pensaba. Era afirmativo, epigramático, preciso. En un momento, contó una anécdota: “Gaudí en persona se había encaramado a lo alto de una torre de la Sagrada Familia y durante meses, bajo riesgo físico de su propia vida, construyó la imagen de un ángel. Uno de sus colaboradores le preguntó por qué ponía en riesgo su vida construyendo una imagen que no se iba a ver desde abajo. Él le respondió que por eso mismo, porque eso únicamente lo vería Dios.” (En la grabación se siente el murmullo del bar.) “Igual no es fácil. No es fácil, mi estimado Juan. A veces uno se pregunta por qué tanto silencio, por qué no se da el debate que se tiene que dar.”

Cuando le pregunté qué libro de otro autor le hubiera gustado escribir, sonrió, sorprendido. Respondió que no sabía. Le insistí. Me citó a Agustín de Foxá, a José María Pemán y a Gerardo Diego, tres escritores que hoy no se leen en Buenos Aires y que optaron por apoyar al bando rebelde de Franco durante la Guerra Civil. “Cuando releo sus poemas siento mucha envidia de no poder escribir así.” Le pedí que me hablara de Scalabrini Ortiz y Marechal. Dijo que Scalabrini le parecía importante por el tema de la soberanía nacional y la dependencia económica. El caso de Marechal era distinto. Como poeta lo admiraba mucho, recitó una parte del Heptamerón. Pero había terminado muy mal. “Muy mal. Los dos terminaron mal, pero Marechal peor, porque terminó en el agnosticismo, con Fidel Castro.” Hizo otra pausa y sentenció: “La corrupción de lo mejor es la peor de todas las corrupciones.” Ambos escritores me dieron pie para preguntarle sobre el primer peronismo. ¿No veía ahí nada rescatable? “Para mí no hay ni un primer ni un segundo peronismo –dijo–. Para mí hay un único peronismo que es una roña, una inmundicia que cobija y alberga cualquier cosa que le convenga desde el punto de vista electoral. Perón ha sido un personaje nefasto, un personaje ruin. Y lo que ha engendrado hasta el día de hoy sigue perturbando la salud de la patria.”

A partir de esta declaración Caponnetto me confesó que ya tenía diseñado un libro sobre Perón. Los capítulos eran Perón y el judaísmo, Perón y la masonería, Perón y el liberalismo, Perón y el marxismo, Perón y el nacionalismo. Me podía imaginar esos capítulos. Todos, salvo Perón y el judaísmo. Se quejó: “¡Pero hubo relación muy estrecha! Perón fue un presidente que reconoció el Estado de Israel y lo homenajeó permanentemente. Hay un sinfín de datos que comprueban esa relación y la voy a poner por escrito para que queden asentados los documentos de la connivencia de Perón y el judaísmo internacional.”

Revista Cabildo. Número 17. Junio, 1978. Henry Kissinger en tapa.

Mi última pregunta fue sobre el futuro.

“Existe lo que se llama el conocimiento por las causas. Es aquel que puede prever un efecto dadas ciertas causas. Por poner un efecto didáctico y demasiado burdo: si yo veo que una persona está tirando una piedra sobre un vidrio, puedo prever el futuro. La piedra no va a rebotar y el vidrio se va a romper. Si yo aplico este concepto de futuro por las causas, no puedo ver un futuro promisorio. La cantidad de apedreadores de la verdad es inmensa. Esto desde el punto de vista terreno. Como decían los escolásticos, Sub specie aeternitatis… A la luz de la eternidad, el futuro es el mejor. En ese futuro está el regreso de Jesucristo. Con mirada teológica el futuro es el mejor, Cristo vuelve y Cristo vence. Con una mirada terrena, legítima pero acotada, el futuro es sombrío, crepuscular y negro. Hay que poder conciliar las dos cosas. El estar prevenido junto a ese futuro oscuro en términos terrenos y el estar esperanzado con ese futuro pletórico de gloria desde el punto de vista sobrenatural. Es el problema del cristiano: cómo hacer para conciliar la negritud de un futuro terreno que ve como irreversible, irrevocable, y la esperanza gloriosa de un porvenir lleno de la majestad de Cristo que regresa. En esa encrucijada vivimos.”

(De cara a su elaborada retórica, no me animé a decirle que, salvando las distancias, eso mismo consignaba Gramsci. “Pesimismo de la inteligencia, optimismo de la voluntad.” ¿Qué habría respondido?)

Antes de terminar la entrevista, Caponnetto cerró con una frase general que, pese a mi primer rechazo de oficio, me resultó extrañamente empática: “Vivimos rodeados de peticiones de principios, de juicios rápidos que nos impiden la comprensión de la realidad. El éxito, criterio de verdad, por ejemplo; puede gobernar un país el que tiene mayor número de votos. La mayoría siempre tiene razón. Hay algo alienante ahí.”

Me despedí, agradecido. Caponnetto me dio la mano con una sonrisa amable. Volví caminando por la calle Yerbal. Mis primeras conclusiones eran muy simples. El director de la tremebunda revista Cabildo no tenía nada que ver con la derecha liberal, con los movimientos del capital transnacional. ¿Qué lo relacionaba con el CEO de la cerveza mundial que describía Diego Vecino? Lo mismo que a cualquier parroquiano de Flores. A todas luces, la suya era una causa perdida, tanto o más que la de la muy mentada revolución por izquierda. Vistos desde el mundo productivo, sentados en ese bar porteño, ambos podíamos ser percibidos como dos poetas, dos líricos, dos idealistas. El viejo y todavía vigoroso pensador de derecha y el alucinado joven que aun confiaba en darle un poco de sentido a cuestionadas y peregrinas categorías.

Llegué a mi casa pasadas las dos de la tarde. Me conecté y leí el newsletter de la revista Cabildo. Traía una elocuente carta de una mujer que pedía ayuda porque la Comunidad Homosexual Argentina había convencido a su hija para que cambiara de sexo.

Revista Cabildo. Diciembre 2012. Número 100.

5.

No traté de venderle la entrevista a ningún medio. La desgrabé con dedicación y seguí leyendo a Caponnetto. Pensé que podía llegar a escribir algo con eso, pero no sabía qué. Unos diez días después, con el encuentro todavía en la cabeza, pasé por la librería de viejo de Avenida de Mayo y Perú. El librero me conoce de verme revolviendo los anaqueles. “Tengo algo para vos” me dijo apenas entré. Me pidió que lo esperara, fue hasta la caja y levantó una pila de libros, la trajo hasta el mostrador donde yo lo esperaba y, de la pila, eligió un libro bastante viejo. Me lo pasó. Era Los cantores de la Naturaleza de Sainte-Beuve. Le dije que lo llevaba. Del mismo lote también elegí un tomo en rústica, muy viejo, titulado Escuelas literarias, lo firmaba un tal Carmelo M. Bonet. El pie de imprenta decía que se había editado en 1953. En la primera página se leía con claridad un sello “Partido peronista. Unidad Básica Bº Gral. Mosconi. Biblioteca 17 de octubre.” Me conocía el mapa de los libros de saldo de memoria –esas novelas que no le interesaban a nadie, esos informes periodísticos de coyuntura–, pero igual los volví a revisar. Al pasar, le comenté al librero que había entrevistado a Caponnetto. Me preguntó para qué medio. Respondí que no había pensando en publicarla, que me había dejado llevar por la curiosidad. “Acá tenemos algunas Cabildo” me respondió. Lo seguí hasta una mesa donde había viejas ediciones de Humor, Gente y Todo es Historia. Las tapas de Cabildo, algunas recientes, otras más antiguas, perdían su efecto dislocador con esa compañía. Separé tres. Cada una costaba apenas diez pesos.

– Si hacés una crónica la podés presentar en el concurso de Caparrós y Anguita–dijo.

– Pero no es una crónica –me defendí–, lo que tengo es una entrevista.

– Terranova –aclaró, sonriendo–, todo es una crónica.

Pagué los libros y las revistas, saludé y salí de la librería. Caminé por Avenida de Mayo. Llegué a la 9 de Julio, crucé y recién entonces tomé el subte de vuelta. Ya en casa estuve trabajando un rato y en una de esas derivas a las que nos somete la web di con una publicidad del concurso. Me intrigaba lo del “Concurso de Caparrós y Anguita.” Ahora me pregunto si fue algo realmente casual. Había leído La voluntad, los tres tomos, un verano, con una mezcla de admiración, morbo y autoeducación a distancia. Pero no sabía nada de Eduardo Anguita, salvo que había estado en el ERP y que, en el siglo XXI, dirigía Miradas al Sur, un diario kirchnerista destinado a una desaparición rápida y penosa ya desde su fundación. Yo había colaborado ahí con notas sobre política y su inminente final y fracaso no era noticia. En la redacción me habían dicho que los redactores no lo querían a Anguita porque cortaba las asambleas. “Rompe las asambleas hablando de Rodolfo Walsh” me había dicho un conocido. El editor de Miradas al Sur al que le llevaba las notas era Patán Ragendorfer. Me atendía sin ganas y no se lo veía muy entusiasmado en el cansador arte de vivir. (Podría haber escrito en el “arte de vivir del periodismo” pero lo de Ragendorfer excedía todo oficio o actividad.) Un día simplemente dejó de recibirme. Y yo dejé de llevarle notas. Con Caparrós la cosa era diferente. Aunque su afectación y su forzada distancia irónica con la política me desagradaban, lo consideraba un prosista sólido y un buen narrador. El resto del jurado tampoco se me escapaba. Ezequiel Martínez era el gay oculto más conocido del campo cultural argentino. Quizás ni siquiera fuera gay, pero se complacía fuertemente en mostrarse de esa manera. Como la mayoría de los periodistas de la revista Ñ su obra consistía en ocupar y defender un lugar en la redacción de Clarín. Por supuesto, también era hijo perenne del candidateado a prócer reciente de las letras locales Tomas Eloy Martínez.

Por su parte, Cristian Alarcón se había consolidado como el operador definitivo y servicial de periodismo progresista “de calidad” en nuestra región. Había escrito dos novelas con el rótulo de “no ficción” que invariablemente ocurrían alrededor de villas miserias y era un gay abierto, estrepitoso. Me conocía, me había invitado a escribir en su revista de “crónicas”, pensaba quizás que yo podía aportarle algo, alguna pátina de sofisticada rareza a sus negocios. ¿Comprendía que estaba en mí la posibilidad de leer, no solo pasar la vista por las palabras, sino leer y comprender su escritura? Si así era, eso no le generaba ningún pudor. Su entorno le festejaba todas sus muecas y alegrías y supongo que pensó que, más allá de esos límites, la recepción de sus actividades sería similar.

Paula Pérez Alonso trabajaba de editora en Planeta casi desde siempre. Había escrito y publicado en la década del 90 una novela sobre la guerra de Serbia. Yo la había comprado en un saldo de la calle Corrientes y la había leído hasta la mitad. La novela construía personajes aterrados y superados por un lejano conflicto bélico. Todo era muy dramático. Se trataba de una novela pacifista. Se sabe: la guerra es algo terrible. También había escrito otro libro que se llamaba No sé si casarme o comprarme un perro. Ese yo no lo había leído.

La ironía de mandar mi entrevista de Caponnetto a un concurso, con estos jueces, me generaba una sonrisa resignada. “La izquierda, sus ilusiones y sus miserias” pensé. Aunque quizás ni siquiera se tratara de “la izquierda.” Con la excusa de que mi entrevista entraba en la categoría “la Argentina de hoy” cedí a la tentación y escribí un poco presentando al “personaje.” La escritura fluía. La idea todavía me parecía demasiado rara cuando me detuve y leí las bases del concurso.

El estilo jurídico-legal era previsible y necesario: “La obra que se presente al Concurso estará escrita en idioma castellano y tendrá una extensión de entre 25.000 y 35.000 caracteres con espacios. El original se entregará impreso, por duplicado, escrito en una faz, en papel tamaño DIN…”

Sin embargo, el punto 4, titulado sin más “Obra”, me llamó la atención. Al principio de este punto se demandaba, de forma excluyente, la calidad de inéditas de las crónicas. Pero enseguida se saltaba a una serie de requisitos que rompían la monótona burocracia de las bases. Copio el párrafo completo respetando mayúsculas, ortografía y puntuación:

Los Organizadores desestimarán, a su exclusivo e irrecurrible juicio, toda obra que, aun cuando hubiera resultado seleccionada o nominada para premio, les mereciere observación por:

• Ser difamatoria, obscena, ilegal, dañina, ofensiva, inapropiada o que infrinja o pueda lesionar derechos de terceros.

• Ser pasible de considerarse ofensiva por razón de sexo, minoría, religión, raza o cultura o implicare cualquier tipo de discriminación ilícita.

• Contener cualquier tipo de publicidad o promoción de marcas, servicios, productos, de terceros o de sus propios bienes o servicios.

• Incluir contenidos de dominio público o de terceros, o cualquier logo o marca.

• Violar o incumplir cualquiera de las resoluciones contenidas en las disposiciones legales vigentes en materias de Lealtad Comercial, Defensa del Consumidor, Propiedad Intelectual y su normativa complementaria.

Me primera reacción fue pensar en el nacimiento de la crónica como género destinado a decir en la prensa aquello que no se decía en ningún otro lado. Inocente de mí. Aquí estábamos muy lejos de eso. El jurado imponía su “exclusivo e irrecurrible juicio.” ¿Para qué si no era jurado? Bueno, eso podía ser una formalidad, pero ¿para qué agregar todo lo demás? Si el juicio del jurado era “exclusivo e irrecurrible” ¿para qué dar más precisiones? Las bases, como todas las bases desde Alberdi en adelante, se proponían con un poder normativo. La crónica que Caparrós, Anguita y compañía premiarían no podría ser “difamatoria, obscena, ilegal, dañina, ofensiva, inapropiada” –la seguidilla de adjetivos me resultaba magnética– o dañar “derechos de terceros.” Sin mucha oscilación, y más allá de todo relativismo, estos requisitos dejaban afuera a toda la tradición periodística y una buena parte la literatura del siglo XXI, por no entrar en el fango panfletario del siglo XIX. ¿Cómo escribir, por ejemplo, sobre política sin afectar intereses? ¿Era necesario insistir sobre la “lealtad comercial”, sobre la “Defensa del Consumidor” y la “Propiedad intelectual”? Las bases dejaban poco margen para una escritura crítica. Los poderes establecidos se hacían presentes hasta la intimidación ahí. Mi entrevista a Caponnetto, por su parte, era complaciente, informativa, recatada, y cumplía todas estas prerrogativas. ¿O la sola presencia de Caponnetto era disolvente, ofensiva y transgresora? Como fuere, abandoné el proyecto. Yo no era un “cronista.” No quería ser percibido como tal. Todo lo que tenía que ver con esa “crónica normativizada” me caía mal, me desagradaba. ¿Un concurso de crónicas? Prefería leer Facebook, estar en Twitter, incluso revisar los viejos blogs que seguían activos. “La voluntad, la voluntad” pensé. Después me imaginé al fantasma de Ulrico Schmidt volviendo al siglo XXI y siendo cuestionado porque no comprendía los tatuajes de las mujeres guaraníes y decía que, aunque eran hermosas, tenían la cara rayada.

Revista Cabildo. Julio-agosto 2014. Cristina Fernández de Kirchner y Héctor Magnetto en tapa.

6.

En esos días, recibí un correo de Caponnetto. Con mucha amabilidad me volvía a repetir que no había quedado conforme hablando de sí mismo. Me invitaba a visitarlo en su casa donde tenía su estudio y trabajaba a diario. Quedé en hacerlo. Pero no fijamos fecha. También en esos días tuve que pasar por la Biblioteca Nacional. Hice un trámite en la hemeroteca y en el hall revisé el catálogo de los libros que, editados por la misma biblioteca, se ofrecían para la venta. Compré el Lugones de Castellani y un breve ensayo titulado La nueva derecha argentina que resultó ser un examen académico y no muy lúcido del neoliberalismo de los años 90. En la tapa había un dibujo en blanco y negro de un tipo pensando al cual le salía un signo de pesos de la cabeza. Los neoliberales, se sabe, solo piensan en el vil metal.

Después llegaron las elecciones legislativas de octubre. Me tocó votar donde lo hago siempre, en una escuela primaria del barrio. Estaba nublado y húmedo y eso resaltó la estética de hospicio de las aulas. En el cuarto oscuro, tuve un momento de anagnórisis cuando vi las caras en colores de las boletas. Me guardé algunas, las más llamativas, y puse mi voto en el sobre. Volví a casa y desenrollé los papeles en la mesa de la cocina. Todos los candidatos sonreían. Ahora las boletas tenían rostro. Ya no hablaban las tipografías, los escudos, las consignas, los números de lista. Incluso los nombres de los partidos tradicionales se habían desdibujado. ¿Pero por qué sonreían los candidatos? Ese mismo domingo terminé la “crónica” de mi encuentro con Caponnetto, imprimí dos copias como decían las bases y la volví a releer. La firmé con el seudónimo de Envar El Kadri, para llamar la atención de Caparrós y Anguita. (Aunque quizás estuviera queriendo decir algo más.) Y no pude evitar ponerle un título rimbombante: “El toque amargo de la derecha argentina.” ¿Se daría cuenta el jurado quién tocaba a quién con su amargura? Al día siguiente metí las copias en un sobre papel madera y fui al correo. No había nadie esperando y así, con un gesto desprendido y burocrático, mandé mi participación al Primer Premio de Crónicas La Voluntad.

Boleta UNEN. Elecciones legislativas nacionales. Octubre, 2013.

7.

A mediados de septiembre recibí un correo de Alejandro Soifer. Me avisaba que mi crónica había quedado seleccionada. “Sos finalista. Estás entre los veinte que eligieron” me puso, entusiasmado, siempre pendiente de las subas y bajas en las acciones del mundo literario. Le agradecí. Pero no seguí el intercambio. ¿Por qué? Esperaba y al mismo tiempo no esperaba esa noticia. Así que me sorprendí un poco. Imaginé la emoción de los oficiales griegos que, después de años de luchas y asedio, miraron cómo los defensores empujaban el caballo de madera puertas adentro de las altas murallas de Troya. Me reí de esa imagen tan pomposa. Los títulos eran un compendio del más formalizado miserabilismo progresista. No conocía a ninguno de los autores. Copio la lista.

Camino de ida” de Julia Comba

Crónicas tumberas” de María Silvina Prieto

El auténtico Papa peronista” de Buenaventura D.

El habitante” de Federico Schirmer

El hombre de la tierra” de Agustina Grasso

El toque amargo de la derecha argentina” de Envar El Kadri

El soldado de Cristina” de Gabriel Sued

El riachuelo que envenena la villa y las sobras de la burbuja inmobiliaria” de Silvana Melo

Exiliados transitorios: los porteños de La Matanza” de Rosario Marina

La hora del referí o el clásico entre Fuerte Apache y Ciudad Oculta” de Mariano Murphy

La muerte en el viento” de Ezequiel Casanovas

La sanación en el cañaveral” de Máximo Chehin

La toma. Un mast’aku por el Indoamericano” de Domitila Chungara

Por acá debe estar enterrado Miguel Bru” de Julia Varela

Perfil de Germán Ejarque” de Rolando López

Presos” de Vanina Pasik

Qué podemos decir de los militares” de Julio Munich

S/T” de Diego Jemio

The Garza Dietrich” de José Emilio Malé

Una bomba química en Entre Ríos” de Redemption

Al final se informaba que los ganadores serían dados a conocer por el jurado el 2 de diciembre. ¿Cuál de todos esos se llevaría el premio? La paleta de colores no era muy variada. Algunos títulos resultaban tan explícitos que uno ya podía prescindir de leer la crónica. Por ejemplo, ¿qué sorpresa prometía de “El riachuelo que envenena la villa y las sobras de la burbuja inmobiliaria”? ¿Qué misterio había en “La hora del referí o el clásico entre Fuerte Apache y Ciudad Oculta”? “La sanación en el cañaveral” me sonaba directamente a una parodia. Me imaginaba la descripción del páramo, la figura rancia del curandero, la imposición de las manos sucias, el relativismo cultural, la valoración positiva de las creencias populares que podían no ser compartidas pero siempre, siempre, debían ser respetadas… El único que se desprendía de la serie era “Qué podemos decir de los militares” de Julio Munich. ¿Seudónimo o el nombre real del autor? Lo googleé sin éxito.

Al volver a mirar los títulos recordé la escena en la que Humbert Humbert accede a la lista de clase de Lolita y la lee como si fuera un poema. “So strange and sweet was it to discover this “Haze, Dolores” (she!) in its special power of names…” Pero no. No se podía. Forzar esa lectura, ese mecanismo de adoración, implicaba transformar el amor en la guerra. Mientras el suspicaz Humbert Humbert descubría el objeto de su deseo más último y definitivo, yo espiaba mi identidad, sublimada, escondida. Por otra parte, ¡qué lejos estaba de ese White Widowed Male! La ingenuidad de los escolares se deshacía frente a los colores del barro periodístico. En esa lista que recorrí especulando ya había literatura, y de la peor calidad. ¿Qué se podía hacer con una ristra así de lugares comunes que insistía en lo marginal, en la víctima como garantía de verdad, en el escándalo, en la agenda de la miseria? Se sabe: es difícil hacer un chiste con otro chiste. Si yo era un crítico literario ya no tan joven, esa lista constituía un texto colectivo que dejaría pasar sin leer. Eso sí, sabiendo en base a prejuicios que en esa enumeración de nombres propios y títulos azarosos había bastante del pequeño malentendido contemporáneo de la escritura argentina, incluido yo mismo.

Revista Cabildo. Junio de 1983. Retrato de Raúl Alfonsín en tapa.

8.

Después pasó el tiempo.

Escribí un breve ensayo sobre la pereza, y no encontré a nadie interesado en publicarlo. (Supongo que porque hablaba mal de la pereza y los lectores esperan algo en la otra dirección. Los ejemplos abundan.)

Redacté una nota en tres partes sobre los monumentos de Buenos Aires. Aunque en realidad me limité al Parque Centenario, La Plaza de los Dos Congresos y el monumento a Manuel Dorrego que está en Suipacha y Viamonte. (Del Parque Centenario resalté el homenaje al levantamiento del Gueto de Varsovia.)

En octubre se volvió a votar y Sebastián Robles me pasó un sitio de libros “prohibidos” de donde descargué El drama wagneriano de Houston Stewart Chamberlain, El nuevo orden transnacional y la Patagonia de Miguel Serrano y Fascismo revolucionario de Federico Rivanera Carles. Pero no los leí, apenas los hojeé y miré las tapas. (Aunque el libro de Rivanera Carles lo leí un poco más.)

Recuerdo que estuve enfermo una semana en noviembre y que escribí varias reseñas sobre novelas que no decían nada, que contaban sin fuerza, y que dentro de unos años ya no les iban a importar a nadie, ni siquiera a los más minuciosos historiadores de la literatura.

A principios de noviembre, leí una nota de Martín Rodríguez en la revista Crisis sobre Daniel Scioli que empezaba con la frase “Nadie dice que es de derecha” y vi un programa de entrevistas en la RAI donde el jefe de gabinete de Italia decía que él pertenecía a un partido de “centro-destra” y que todos los que compartieran esa ideología eran bienvenidos en ese gobierno.

Y no pasó mucho más hasta que una noche paré un taxi en la avenida Córdoba. Volvía a casa después de un día de trabajo. Estaba cansando pero la idea de llegar, cenar viendo la televisión sin sonido, darme un baño y meterme en la cama me hacían sentir bien. No había mucho tráfico. Empezamos a hablar con el taxista del verano y del verano en Buenos Aires y, como suele ocurrir, pasamos muy rápido al terreno de las confesiones. Más bien el taxista pasó al terreno de las confesiones y empezó a hablar de política y vida privada, con esa especial velocidad de asociación con la que hablan los taxistas. No dijo nada importante, y toda la anécdota se podría haber diluido sin gracia, salvo que, en un momento, se forzó a ser un poco más preciso y eso lo llevó a sincerarse. “Flaco, mirá –dijo– yo no soy facho pero estaría mucho más cómodo en un tanque que en un taxi.”

9.

El 27 de noviembre se conocieron los diez ganadores, los que la editorial Planeta iba a publicar en una antología. Ahí mi “crónica” ya no figuraba. Mi ingenuo Caballo de Troya había quedado en las puertas de la ciudad amurallada de la crónica bien pensante. La circular que me llegó por mail decía: “Tras una larga deliberación, el jurado del Premio de Crónicas La Voluntad, formado por Paula Pérez Alonso, Eduardo Anguita, Martín Caparrós, Ezequiel Martínez y Cristian Alarcón, eligió las diez crónicas ganadoras de esta primera edición del concurso. Todas formarán parte de un volumen que publicará la editorial Planeta en 2014. Entre ellas hay, además, una primera crónica premiada…”

En esa gacetilla Paula Pérez Alonso escribió un párrafo que no puedo dejar de citar: “Tratamos de elegir los trabajos que más cuestionan la forma en que la supuesta realidad está siendo contada, textos que desacomodan o interpelan a los lectores. Buscamos otras miradas, otra vuelta de tuerca a lo que ya se ha dicho tanto. Por eso, el gran desafío fue encontrar textos que expandieran las posibilidades del género. En este primer premio, todos los finalistas evitaron la fórmula reiterada y recorrieron el cruce literatura y periodismo: en esa confluencia está la apuesta por la crónica.”

Unos días más tarde Anfibia, la revista de Cristian Alarcón, publicó la crónica ganadora con este copete: “El jurado del Primer Premio de Crónicas La Voluntad eligió este texto, que Anfibia publica en exclusiva. La autora, Silvina Prieto –en la foto de tapa–, convivió casi un año con la falsa médica Giselle Rímolo, en el penal de Ezeiza. Despojada de sordidez, con ironía y sin llegar al cinismo, la crónica de Prieto vuelve sobre la cultura tumbera superando los clichés, el lugar común de la compasión progresista, y dándole a ese mundo de violencias y tragedias cotidianas, el aire fresco de una escena en libertad. Certera para los detalles, ágil en los diálogos, filosa en las pinceladas, Prieto, una mujer de 46 años condenada a cadena perpetua, se ha formado en talleres de escritura a los que accedió después de pelear ante los jueces por su derecho a la educación.”

Me imaginé al jurado leyendo la crónica ganadora antes de declararla ganadora. Me los imaginé en grupo, reunidos –tazas de café, papeles sobre la mesa– y después me los imaginé a cada uno por separado. Ninguno era un prosista destacado. Y había en ese grupo dispar mucha producción de cursilería, de formas apuradas, un largo y evidente curriculum de efectismos y malas terminaciones. Salvo por Caparrós. Pese a su claro deterioro a manos del kirchnerismo, que lo había dejado en una posición incómoda, era, siempre lo había sido, un escritor pulcro, eficiente, elegante. Caparrós podía leer y escribir, sabía del trabajo artesanal, de la paciencia del escritorio, de la paciencia de la lectura… ¿Qué pensó cuando leyó esa crónica y luego aceptó que se la premiara? ¿Era un signo de vejez, de terrible senilidad? La idea me hizo sonreír por lo ridícula. No, más allá de sus derrapadas en el resbaladizo género de la “opinión política”, Caparrós estaba en su plenitud. ¿Y entonces?

“Despojada de sordidez, con ironía y sin llegar al cinismo”

“Certera para los detalles, ágil en los diálogos”

Releí el copete dos veces más.

“(…) la crónica de Prieto vuelve sobre la cultura tumbera superando los clichés, el lugar común de la compasión progresista…”

Después leí el texto.

Comparándolo con la lista inicial de los veinte primeros finalistas, descubrí que le habían cambiado el título. De Crónicas tumberas se pasaba a Mis días con Giselle Rímolo en la cárcel. Supuse que era responsabilidad de los jurados. Algo bien habían hecho. Por su parte, Mis días con Giselle Rímolo en la cárcel estaba escrita de una manera infantil, con los recursos aparatosos, inmaduros, de la primera escolaridad. Anacolutos, falta de cohesión, contradicciones evidentes, una adjetivación del periodismo más descuidado. No había muchos aciertos reconocibles. ¿Qué se había premiado? No se entendía.

La crónica contaba el paso de Giselle Rímolo por la cárcel de Ezeiza desde la mirada de María Silvina Prieto, que cumplía ahí una cadena perpetua. Se hablaba de las rutinas de las presas, de los días de visita, de los abogados. Se narraban, al pasar, episodios ligeros de la vida carcelaria. Pero, para ser periodismo, faltaba mucha información. (Y para ser “literatura” o “arte” simplemente faltaba todo.) Nunca se decía por qué Rímolo estaba presa. De hecho, ¿quién era Rímolo? Yo tenía un recuerdo vago del caso policial. ¿Había estafado a alguien ayudada por Silvio Soldán? Para la crónica eso era irrelevante. Y todo se volvía así demasiado afirmativo. ¿No decía algo muy puntual del premio, del género, y en última instancia, de los jurados esa elección? Aunque se nombraba la hostilidad del cautiverio no se pasaba de ahí. Se nos negaban las escenas de violaciones, de mutilaciones, de venganzas, de abusos de poder. Sí, todo era positivo de una manera irritante. Y no, la flor de cardo que nos ofrecían los jurados del Premio La Voluntad no era En el vientre de la bestia ni María Silvina Prieto, una nueva versión de Jack Henry Abbott.

Me imaginé a la presa escribiendo a mano en un cuaderno, con una caligrafía grande, redondeada, en un intento levemente patologizado. Hice una lista mental: Gramsci, Gracilano Ramos, Genet, el Marqués de Sade, Tommaso Campanella, Cervantes, Albert Speer. Los autores que habían escrito presos eran muchos. Pero resultaba disparatado poner Mis días con Giselle Rímolo en la cárcel en esa serie. Me sentí ridículo. Entré en YouTube y busqué Correccional de mujeres. Encontré la película entera, pero vi solamente el principio. En su bizarrerie, parecía decir mucho más que las páginas que, con evidente esfuerzo, había logrado redactar Silvina Prieto. Después busqué y escuché Caminando por el microcentro, la canción que Attaque77 le había dedicado a Edda Bustamante. Me hizo acordar a mi primera adolescencia.

Volví a la crónica para confirmar que Mis días con Giselle Rímolo en la cárcel era un texto plano, ingenuo, frívolo en un sentido torpe. Me quedó la impresión de que lo habían publicado como una especie de afectado resarcimiento social, que incluía una buena cuota de morbo. Sí, un raro pliegue filantrópico, uno de esos últimos coletazos a los que nos tiene acostumbrados ya no la izquierda, sino la gestualidad de la izquierda. La garantía de interés la daba, únicamente, que la mujer que lo había escrito estaba presa.

Ahora mientras releo la crónica me doy cuenta que hay una escena que sí me dice algo. Las presas están mirando televisión y tomando mate en una celda cuando la “cronista” siente que alguien la toca y le pide disculpas. Silvina Prieto escribe: “Alguien había posado su mano en mi hombro izquierdo y había pronunciado esas palabras. Cuando me di vuelta para mirar no había nadie. Giré mi cabeza para el lado derecho y vi como una imagen nebulosa de color blanco se iba difuminando a medida que se acercaba a la ventana del campo. La miré a Giselle. Estaba pálida.”

Ajena a la crónica, arbitraria, fuera de todo, la escena en que Prieto y Rímolo ven un fantasma es lo único rescatable de ese amasijo chirle. ¿Un espectro carcelario? Incluso descripto de esa manera tan gótica y decimonónica, “una imagen nebulosa de color blanco”, me resulta más atractivo que todo lo demás. ¿No habría sido mucho menos burro escribir sobre los miedos, naturales y sobrenaturales, de las presas? Las pobres herramientas conceptuales de la cronista habrían alcanzado para hacer algo digno. Los fantasmas de la cárcel. La palabra “fantasma”, por su parte, poseía intensas derivaciones paranoicas, fantásticas y fantasiosas. Sí, esa escena me gustó. Sentí que ahí, al costado del charco, había un poco de verdad. Más tarde comprendí que esa “presencia” era el fantasma del progresismo que pedía perdón por haber convertido a una presa sin historia en una periodista premiada.

Revista Cabildo. Número 7.

10.

Después me olvidé de todo. Llegó el verano y el gobierno de Cristina tuvo que solucionar un problema de reservas. Así que, solapadamente, para hacerle frente a los desajustes entre el dólar oficial y el dólar del mercado negro, impulsó una pequeña devaluación.

En enero estuve en Mar del Plata. Ningún argentino va a Mar del Plata por primera vez. Es una ciudad con esa característica. Nunca es del todo desconocida. Siempre “se estuvo antes.” Sin embargo, yo no la había frecuentado en temporada siendo adulto y la mezcla erotizada de vulgaridad, clase media y consumo me fascinó.

El poeta y jurista Jorge Chiesa me recibió con mucha amabilidad en su casa de la calle Aristóbulo del Valle, cerca de la Avenida Peralta Ramos. Pasé mucho tiempo en playas cargadas de gente, visitando los paradores más alejados, o bajando desde la casa de Chiesa a Playa Chica y recorriendo los desniveles de los paseos marítimos. En las escolleras más céntricas, elegía un lugar y me sentaba a leer y a tomar sol mirando el mar y sintiendo las olas romper contra las piedras. Un día volvimos de una excursión al Faro bastante cansados y dormí desde las siete y media de la tarde hasta las diez de la noche. Fue una de esas siestas profundas y no buscadas, que luego te castigan con madrugadas de insomnio. Así que me quedé hasta tarde leyendo y escuchando las charlas de Caponnetto en YouTube. Me gustó especialmente una donde hablaba de Chile y reconocía a los chilenos como hermanos latinoamericanos pero al mismo tiempo señalaba que siempre habían tenido “actitudes caínicas.”

Al otro día me levanté tarde. La casa estaba vacía. Me lavé la cara y salí. No había viento. El clima estaba agradable y distendido. Caminé por el bulevar marítimo mirando a la gente de vacaciones y llegué al Hotel Provincial. Cerca de las tres desayuné en un bar frente a Plaza Colón. Después caminé un poco más y llegué hasta la peatonal San Martín. Me habían dicho que arriba del histórico local de Sacoa había una galería y en esa galería, una librería. Encontré el Sacoa y me quedé mirando un rato el cartel de neón rojo con la silueta del vaquero. La galería resultó ser un rezago inmobiliario de la década del sesenta con muchos locales vacíos o clausurados, así que no me costó encontrar el de la librería. En la vidriera se exhibían viejas ediciones de best-sellers polvorientos y libros de fotos. Sobre una pila de revistas dormía un gato. Entré. No era un lugar muy grande. Resultaba imposible no hablar con el librero que me miró como si no entendiera qué estaba haciendo yo ahí. Elegí una biografía de Leonardo Favio y eso sirvió para empezar la charla. El librero, pelado, de camisa, unos setenta años, me dijo que lo había conocido.

– Un hombre bueno, muy bueno, le gustaba Mar del Plata, pero Mar del Plata es un lugar complicado por muchos motivos– me dijo.

Le pregunté qué autores marplatenses me recomendaba. Me vendió un libro de Enrique Borthiry que se llamaba El alemán que venció a la ruleta. Según el librero, Borthiry era el más importante de los novelistas de la ciudad. En la tapa se veía la silueta de un rostro que en lugar del ojo izquierdo tenía una ruleta. Volví caminando y llegué a la casa de Chiesa cuando ya oscurecía. Esa noche, después de cenar, escribí un poco sobre “la Biarritz decadente de Latinoamérica” y empecé a leer a Borthiry. No me gustó. Aparte de que escribía muy mal, la historia no iba más allá de lo que contaba en el título. Un alemán llegaba a Mar del Plata y, con una martingala o algo así, le ganaba al casino. Se contaba que había llegado a la ciudad como parte del Graf Spee. Poco más. En la solapa del libro decía que Borthiry había sido lustrabotas, crupier y periodista del diario La Capital. Pese a que tampoco me enganché, la biografía de Favio me gustó mucho más. Ya de madrugada leí en un viejo foro de discusión que encontré en Internet que en Mar del Plata nunca había ganado el peronismo.

Algunos días después volví a Buenos Aires. El verano terminó y el 2014 empezó a moverse. A mediados de abril tuve noticias del Premio La Voluntad. La editorial Planeta mandó una circular con las novedades editoriales y en la lista se incluía la antología con las crónicas seleccionadas. El libro se llamaba Otra Argentina. La editorial publicitaba su presentación en la Feria del Libro. Preselección, selección, premio, publicación en la web del ganador, puesta en valor de los premiados, publicación del libro, presentación del libro. Todos los pasos se cumplían con rigor y celo profesional. Esa también era la voluntad de la que se hablaba. “La voluntad de nuestras mercancías” pensé. Y me tildé a mí mismo de resentido.

11.

La Sociedad Rural había sido durante mucho tiempo sede natural de la oligarquía ganadera argentina, de sus parásitos, líderes y burócratas. Pero ahora no pasaba de un predio de exposiciones ruidosas al que rítmicamente volvían, cada año, la Feria del Libro, y la no menos famosa “Exposición Rural”, el evento nacional de agricultura y ganadería más importante del país. Por todo esto, en sintomático roce, libros y vacas, papel y carne, trigo y estiércol, alternaban protagonismo en uno de los barrios más famosos de la ciudad.

Llegué tarde al evento y la Sala Roberto Arlt estaba llena. Por el sistema de sonido se escuchaba la voz de alguien, un hombre joven, que se presentaba como redactor de La Nación. Sobre el escenario, atrás de un largo mostrador, se veía a los jurados sentados cada uno con un micrófono. Busqué a Caparrós y no lo encontré. No estaba. El redactor de La Nación explicaba cómo había escrito su crónica y repetía una frase “yo quería contar antes que juzgar.” La decía como si no lo hubiera logrado. Cuando terminó, lo hicieron bajar y subió otro. Eduardo Anguita leyó un breve curriculum, el “cronista” se presentó, dijo que trabajaba en el suplemento deportivo Olé y contó que había escrito sobre un partido de fútbol en una villa. Hizo algunos chistes muy simples sobre la pobreza y la marginalidad que el público celebró. Lo hicieron bajar. Se leyó otro curriculum. Subió un tucumano que habló de un curandero que hay en su provincia y que, dos meses después de que él lo entrevistara, había muerto. Luego bajó y subió un periodista de Los Andes de Mendoza y ahí dejé de prestar atención a lo que decían y me concentré en el mecanismo. Los jurados presentaban a cada uno de los que había participado en el libro y ellos, habilitados, contaban sobre qué habían escrito. Así se habló de historias de drogadictos, delincuentes, travestismo, inmigrantes, desastres ecológicos y abusos policiales. Uno solo dijo que había escrito sobre política. Había elegido un personaje del gobierno, un funcionario menor, ligado a “juventud”, y lo había seguido durante un tiempo para anotar cómo se relacionaba con su entorno, con sus colegas, con sus bases… Si esa gente hablaba así, ¿cómo escribía? No era difícil imaginarse el costumbrismo opaco, poco o nada reflexivo, sobrecargado de momentos que querían ser estridentes y apenas entibiaban la lectura. La forma se repetía: comienzo de miseria estilizada, declaración textual de un anónimo, cita de autoridad de un especialista, una escena más donde el protagonista, desde su rutina, corroboraba al especialista, etcétera…

Los seleccionados eran, en su mayoría, de otras ciudades argentinas. Me los imaginé trabajando en redacciones pésimamente ventiladas, enseñando en universidades privadas y escuelitas provinciales, escribiendo siempre con las mismas palabras, yendo a los juzgados, a las comisarías, a los asentamientos, trabajando por el sueldo básico con fe en el periodismo y en sí mismos… Me sentí mal, por ellos y por mí. Porque yo no era tan diferente. Claro que me presentaba a mí mismo más consciente de la frivolidad que los envolvía, más avisado de esa banalidad, que podía ser brutal. Pero, no sin ironía, eso en vez de hacerme mejor apenas me hacía más vulnerable, menos feliz, y ellos habían ganado y daban sus discursos de alegría y yo no.

En el estrado, el trámite se hacía largo. Finalmente Alarcón agarró el micrófono y presentó a la ganadora que había logrado una “salida transitoria” para estar ahí. Silvina Prieto era una mujer gruesa, de entre cuarenta y cinco y cincuenta años, con el pelo corto teñido de rubio. Sonriendo, arrancó con un largo rosario de humildad: “Les agradezco a todos que hayan sido mis lectores y la posibilidad de estar hoy acá y de competir con gente importante, con licenciados, con comunicadores…” En ningún momento de todo el proceso de premiación se dijo qué había hecho Silvina Prieto para que le dieran cadena perpetua. Pensé que hubiese sido eso, y no otra cosa, lo primero que habría preguntado un buen periodista, al menos uno old school. Cuando Alarcón recuperó el micrófono y empezó su conocida arenga proselitista sobre “la crónica como género híbrido latinoamericano” me levanté y me fui. Afuera me detuve un segundo de más en el cartel que avisaba que esa era la Sala Roberto Arlt. ¿Qué habría pensado Arlt de esa “otra Argentina” y de ese largo show? Cuando finalmente salí del edificio de la feria, con sus pasillos de alfombras sucias y una acústica imposible que expandía el ruido, sentí un alivio inmediato. ¿Qué iba a pasar ahora con esos cronistas? Supuse que volverían a sus capitales provinciales y serían felicitados por sus familiares y amigos y envidiados por sus colegas. Nadie volvería a saber nunca nada de ellos. Y estaba bien que así fuera. Cuando empecé a caminar por las calles de Palermo buscando un bar para tomar algo, me sentí ligeramente arrobado por ese mismo anonimato. Llegué a mi casa de madrugada y leí un poco de La perversión democrática, que ya era mi libro preferido de Caponnetto. Me dormí con la luz prendida.

12.

Ahora estoy en Villa General Belgrano. A mi alrededor sucede el Oktoberfest. Ocupo una mesa en una cervecería de la avenida Roca, la calle principal. Estoy tomando una cerveza roja ahumada en un chop de cerámica. A unas tres cuadras está el predio principal de la fiesta, solo superada en su especie por las de Curazao y Munich. En el escenario principal, esta noche habrá música y danzas típicas y ya se ven algunos lugareños vestidos con los tiradores y el clásico pantalón corto de cuero. Quizás mañana visite una de las veinte fábricas de cerveza de la zona, o camine hasta el Museo Arqueológico Egon Hofmann, dedicado al fenómeno ovni. Pero ahora descanso en esta mesa de madera rústica y escucho a Sebastián Pfeifer contarme sobre los primeros colonos, el Graf Spee y su infancia y adolescencia repartida entre Ballester y la Villa. Pedimos salchichas, papas y chucrut para un almuerzo tardío, una regia merienda alemana. En un momento Sebastián se levanta y saluda a un grupo de personas, y yo, que vine a Córdoba a descansar, aprovecho para pensar si tiene sentido lo de izquierda y derecha cuando el escenario político argentino se divide con muchísima más precisión entre peronistas y antiperonistas. ¿Y Caponnetto? Qué nombre sonoro. Toda su actividad intelectual está determinada por la ortodoxia de la Iglesia Católica Apostólica Romana, lo cual lo convierte hoy en un asordinado y potente heterodoxo. Pero aparte hay una obra, una obra a la que le ha dedicado su vida. Las analogías son siempre difíciles. Así y todo, en tren de buscar un Louis-Ferdinand Céline argentino, mi voto no sería, desde ya, para el estilizado Ricardo Zelarayán o algunos de los izquierdistas de Boedo. Caponnetto, si bien carece de los siempre mitologizables reflejos de la novela y la ficción, puede mostrar mejores pergaminos en sentidos más excepcionales. Mientras tanto, aceptamos una remera con Mao, con el Che Guevara, incluso con Fidel Castro, que ya son objetos pop, cultura de consumo plana. ¿Y una remera con la cara de Franco? En Villa General Belgrano pienso que la izquierda perdió su potencial perturbador. Cuando Bart pregunta en un episodio de los Simpson por qué todos se portan como él, Lisa le responde: “Muy simple, te definiste como un rebelde y en ausencia de un medio represivo tu nicho social fue asimilado.” Así las cosas, heterodoxos por izquierda somos todos. El mundo está lleno de caníbales, pornógrafos, demenciales libertinos y salvajes cleptómanos que construyen carreras en base a esas patologías y a veces incluso las coronan con becas y prestigio. Caponnetto no. Caponnetto era otra cosa. Los que buscaban lo raro hacia la izquierda, en la miseria, en las villas, en la pobreza, en los suicidas, los mirones de lo marginal, habían saturado sus ojos y sus objetos de estudio. ¿Dónde buscar algo que todavía tuviera un poco de fuerza, algo de intensidad cuando todo había sido estudiado y expuesto y exhibido hasta el hartazgo?

Cuando llega la comida –el chucrut tiene un olor dulce y ácido– Sebastián despide a sus conocidos y vuelve a la mesa. Mientras comemos me cuenta que la Municipalidad es estricta con los controles de alcoholemia, que el año pasado el Oktober Fest cumplió cincuenta años y que nunca hubo accidentes. Para continuar esa tradición, desde hace un tiempo ya no se puede tomar fuera del predio o los bares. “Antes era muy común que los borrachos amanecieran tirados en la calle” dice. Aunque la mostaza me resulta suave –esperaba más– la comida es muy buena. El chucrut tiene kümmel, unas semillas aromáticas tradicionales. Desde donde estoy puede verse la Posada Novalis, que publicita sus servicios con un gran duende tocando una larga trompeta. ¿Conseguirá Enrique de Ofterdingen la Flor Azul, símbolo de la realización espiritual última? “Idealismo y cuerpo, Apolo y Baco” pienso. Entonces Sebastián dice al pasar que Villa General Belgrano se construyó alrededor de la ausencia de la esvástica: “Tendría que estar en todas partes. Pero no. No está. Falta. Aunque todos sabemos que falta, entonces es una ausencia que se percibe.” Tomo un poco más de cerveza. Es cremosa, fuerte y amarga. Me hace sentir bien. Son las seis de la tarde. No voy a llegar sobrio a las ocho. Sobre el horizonte de las sierras el sol empieza a esconderse.////

Octubre del 2014./ www.elcec.com.ar / Bs.As. Argentina.

Entrevista a Caponnetto se descarga en pdf gratis desde acá.

Actualización. Octubre, 2020:

--

--