Juan Terranova
14 min readApr 13, 2023

Entrevista a Carlos “Mono” Bellisio

El verdadero hombre de las nieves

Carlos Bellisio hoy en laboratorio Dallman de la Base Carlini sosteniendo una fotografía de Carlos Bellisio joven. Nótese los auriculares del walkman en la segunda foto.

El 7 de abril, Viernes Santo, a las cinco en punto de la tarde, me acerqué hasta el laboratorio Dallman de la Base Carlini donde Carlos Mono Bellisio me esperaba para charlar. Técnico en el Instituto Antártico Argentino y técnico principal del Conicet, Carlos no es una leyenda de la Antártida argentina, es, en sí mismo, una parte de la Antártida.

¿Cuándo empieza a trabajar en el Instituto Antártico?

Entré en el Instituto Antártico en el año 76 y en el Conicet en el año 80.

¿En cuántas campañas antárticas participó?

Desde esos años hasta hoy, creo que son cuatro o cinco veranos que no vine a la Antártida. Después, el resto, todos los veranos de mi vida los pasé acá.

¿Cómo fue que empezó a viajar?

Cuando tenía dieciocho años se me ocurrió que quería trabajar y ganar mi plata. Era hijo único. En esa época hacía mucho deporte, jugaba al tenis y tenía un amigo en el club, Pepe. Un día le dije eso, que quería trabajar y ganar mi plata. Y él me dijo: “¿Por qué no te venís a trabajar a la fábrica de colchones de mi tío?” Y fui. Trabajé una semana. A la semana pensé que se lo tenía que contar a mi viejo. Mi padre era un tipo estricto. Si se llegaba a enterar que yo estaba trabajando y no le había dicho, me daba una paliza. Mi padre, doctor en ciencias naturales, biólogo marino… Ictiólogo, especialista en peces del mar argentino y la Antártida. En su momento hizo catorce o quince campañas antárticas. Trabajaba para hidrografía naval. Mi abuelo había sido marino, capitán de fragata. Y le conté. Le dije: “Papá, quiero trabajar, me quiero ganar mi propia plata.” Y él me preguntó: “¿Pero qué te gustaría hacer?” Le conté que tenía un amigo, el tío, la fábrica de colchones. Mi viejo se quedó callado, pensándolo. Después me dijo: “El hijo de un doctor no puede trabajar en una fábrica de colchones.” Así que me llevó al Instituto Antártico Argentino, me presentó al licenciado Tomo que era el jefe de biología, que había sido alumno de mi padre en la Universidad, en la UBA. Creo que era así. Me dijeron que iba a estar aprueba cinco meses. Me hicieron un contrato y me mandaron tres meses a la base antártica Brown.

¿Y qué pasó?

Me enamoré. Me enamoré de la Antártida y de su gente.

¿Por qué?

Las relaciones que hacés en la Antártida son para toda la vida. Si generás un vínculo con alguien acá, después a esa persona la querés. Generás un afecto.

¿Qué edad tenía cuando hizo ese viaje inicial a Base Brown?

Diecinueve años.

Carlos Bellisio con un cachorro de perro polar argentino en el Rompehielos ARA Alt. Irizar.

¿Qué recuerdos tiene de ese primer viaje?

Imaginate… Diecinueve años. Avión Hércules camuflado. Buque Bahía Aguirre, que era un horror, viejo, lleno de ratas y cucarachas. Un buque que tenía guindola en la popa, así que siempre había un conscripto con un salvavidas ahí, de guardia, por si alguien se caía al agua. Después viajaba en lancha LPV de las que se usaban en la Segunda Guerra para hacer desembarcos… Para mí era una aventura hermosa. Y de golpe llegué a Brown. Este año 22/23 mi campaña fue en Brown. Hice la primera campaña en Base Brown y creo que esta, la última, también. Y Brown tiene un clima espectacular. De sesenta días tuvimos tres o cuatro días de viento. El mar es un espejo. Pero yo a los diecinueve años no vi nada de todo eso. El clima me gustaba, y me acuerdo que enseguida empecé a trabajar con peces, con cormoranes de ojos azules, anillándolos, trabajaba con plancton, o sea, era un comodín, iba para donde me necesitaban. Cuatro o cinco años después me empecé a dedicar de forma exclusiva a los peces. Pero el lugar, era un lugar de una paz, de una belleza, de una cercanía con la naturaleza. Y sin embargo, mi mente, muy joven, no veía eso. No lo retenía. Y cuando volví en la campaña 18/19, casi me vuelvo loco. ¿Qué es esto? Ya era grande, tenía otra visión. La Antártida siempre es diferente. Los paisajes cambian. Las condiciones varían enseguida. En Brown, para donde mirás hay algo. Una ballena saltando, un grupo de lobos o focas, un témpano…

Y en ese primer viaje, ¿qué comodidades había?

Brown era y sigue siendo una base chica, muy cómoda. Tenías todo lo que necesitabas. Me acuerdo que no tenía habitación propia, ni cerca de eso. Dormía en un lugar donde éramos once personas. Pero, a esa edad, para mí eso era genial. Al lado tenía un tipo que se llamaba, creo recordar, Fargas, que era carpintero. Para mí era un tipo grande, ¡grande! Tendría unos cuarenta años… Y roncaba como un hipopótamo. Yo me reía. Me encantaba estar con esa gente. Cuando llegué, los que estaban en Brown era todos importantes, ya tenían más de diez, doce, hasta catorce invernadas. Era gente que yo quería aprovechar, gente que había ido al polo con Leal. Me sentía un privilegiado. Obviamente pagué un derecho de piso, me hicieron las mil y una… Pero era gente con mucha historia. Ser parte de ese grupo, ser incluido ahí, que te cargaran pero también te aceptaran para trabajar, para mi era motivo de orgullo. Y me formaron. Es una pavada pero…

Por favor, adelante.

Yo era hijo único. En mi casa me sentaba en la mesa, mi vieja me traía la comida, yo comía y después me levantaba y me iba a ver televisión. En la Antártida eso cambió. Yo terminaba de comer y un compañero me preguntaba si había terminado y me levantaba el plato, porque sabía que era algo menos que tenía que hacer el que estaba ayudando al cocinero. Y yo empecé a hacer. Empecé a ayudar al que estaba de ayudante de cocina. Y cuando volví a mi casa, mi mamá me sirvió la comida y yo comí, me levanté y fui a lavar mi plato. Mi mamá me vio y se sorprendió. Así que la Antártida me formó como persona. Creo que por eso ahora soy tan sociable.

La Antártida como escuela, entonces.

Como escuela, como universidad, como trabajo, como vida. Tuve un compañero que se llamaba Rubén Di Paola, buzo profesional, un técnico también. Y él tenía esa personalidad que le permitía decirle cualquier barbaridad a cualquier ser humano y hacerlos reír. Aprendí eso con él.

Después de esa primera campaña en la Base Brown, ¿qué siguió?

Brown fue 76/77, repetí 77/78, en el 78 me embarqué en un barco factoría español. En el 79, a principios del 79, me embarqué en una barco oceanográfico norteamericano, después hice 79/80, en Brown, después 80/81 en Brown, 81/82 en Jubany, acá, ahora Carlini, en el 82/83 me embarqué en un barco de pesca al que arreglaron para hacer ciencia. Esa vez casi nos matamos todos en el Drake.

¿Cómo fue?

El barco ese no andaba bien. Andaba bastante mal. Teníamos base en Ushuaia y teníamos que hacer tres salidas. La primera salida era peces, rompimos la red, tocó el fondo, un desastre; la segunda era de placton y krill; y la tercera iba a ser de oceanografía. Cuando volvíamos del segunda salida, nos agarró un huracán en el pasaje de Drake, con ráfagas de 180 kilómetros por hora. Me dicen siempre ¿no exagerás? Las olas tenían veinticinco metros de altura. El barco subía y subía… ¿Exagero? Le pregunté a un compañero que estuvo conmigo embarcado esa vez. Che, ¿exagero? Me respondió por correo: las olas tenían entre veinticinco y treinta metros. Cuatro días así. Llegamos a Ushuaia y el barco chocó con el muelle. Desembarcamos con Roberto, un amigo y compañero de trabajo, y dijimos vamos a darle gracias a Dios. Entramos a la Iglesia y estaba toda la tripulación agradeciéndole a Dios estar vivos. Todos, la tripulación, los científicos, todo el barco… Después de eso ya perdí el miedo. Si me salve de eso… En el 88/89 estuve en Cámara. Tres meses. Mucho trabajo. Un lugar incómodo, duro.

¿Por qué?

La casa está en una loma. Trabajábamos en el entretecho de la casa. Parábamos con el bote en la costa y entre la costa y la casa, no sé, habría doscientos, trescientos metros, con nieve que te enterrabas hasta la rodilla. Y teníamos que subir un cajón cargado con la pesca, que iba a ese entrepiso donde se trabajaba, y el cajón se enterraba en la nieve, te enterrabás vos, era mucho esfuerzo físico. Llegabas y tenías que empezar a hacer la pesca porque el pescado no dura fresco y los que hacen ciencia con pescados sacan y se ponen a trabajar. En Cámara había estado mi padre, que siempre me decía que ahí había un microclima, propio del lugar, pero lo que no me dijo es que el microclima era de malo, no de bueno. Dormíamos en una casita, que era la casita de emergencia que estaba a treinta metros de la casa principal. Y cuando nevaba no veíamos la casa. Nevaba tupido, con viento. En el 83/84 en el Irizar trabajando con plancton y fuimos hasta Belgrano, hasta la barrera polar. Me casé en el 87, así que 87/88 no fui a ningún lado. Después volví a Jubany en la campaña 94/95. Estuve en el Ballenas, un barco español de bandera chilena. Un barco palangrero. Trabajé con merluza negra. Setenta y siete días, dentro de las doscientas millas en Georgias. Un clima espantoso. Y ya después de eso siempre, en verano, vengo.

¿Dónde conoció a su mujer?

Arriba del Irizar. Ella era técnica oceánica. Sabía cuál era mi trabajo y que yo en el verano me iba. Mi hija nació un 25 de diciembre, el 25 de diciembre del 91. Así que la mayor parte de sus cumpleaños me los perdí. Ya quiere que deje de venir y empiece a disfrutar los cumpleaños con ella.

¿Cómo va a ser ese dejar de venir?

No sé. Este año me jubilo. Hace cuatro o cinco años que vengo diciendo lo mismo. Me cuesta dejar. La Antártida es un estilo de vida. Hay cosas que solo se viven acá.

¿Por ejemplo?

El viento en el bote. Ver la nieve, sentir el aire frio en la cara. Nací con eso. Me crié con eso. Lo disfruto. Pero ya estoy grande. El 25 de mayo cumplo sesenta y seis años. Creo que ya está. Hay algo que se cumplió. Me gustaría traerla a mi hija. Me gustaría venir de vacaciones en un barco de turistas con mi hija, para que ella conozca dónde andaba su padre cuando no estaba con ella. Sería como mostrarle mi lugar de trabajo. La Antártida es diferente a todo, es único. No es Bariloche. Es otra cosa. Es otro mundo. Me gustaría mostrarle a mi hija donde me iba esos veranos que no estaba con ella, sí. En Brown cae un bloque de hielo y genera una ola de dos metros. Y llega a la costa y salta el agua. El agua está quieta y de golpe viene esa ola. Eso impresiona. No se ve en otro lado.

¿Qué cambió desde esos primeros años a la actualidad?

Este año no vi orcas en Brown. Ballenas sí pero orcas no. Acá, a esta base, vengo desde el 81 y fui viendo desaparecer el glaciar. Se fue derritiendo y empezó a verse la roca oscura. Antes eso era blanco. El glaciar donde bajaba el Twin Otter ahora está todo negro. No había manchones de roca. Era todo blanco.

¿Llegó conocer los perros polares antes de que se los prohibiera a principios de los años 90?

Vi perros en Esperanza. Me saqué fotos en el Irizar, volviendo. Eran hermosos. Cuando bajabas en Esperanza estaban los caniles ahí y había algún que otro perro suelto. Lo conocí a Tortuga, de cachorro, un perro grandote, lanudo, que después con los años fue jefe de manada. El jefe es que se gana ir adelante de todo, tirando del trineo. Pero nunca anduve en trineo. No tuve esa suerte. Siempre lo mío era estar en el bote, con la pesca. Pero conocí a varios que hacían por ahí cincuenta, sesenta, setenta kilómetros con el trineo y la línea de perros sobre el hielo. Algo del siglo XIX. Los perros polares eran muy celosos. Si acariciabas a uno, tenías que acariciar a todos. Yo era muy joven y escuchaba esas historias con mucho entusiasmo, con mucha admiración.

¿Qué me puede contar de Carlini?

En la campaña 81/82 cuando viene acá por primera vez, a esta base que se llamaba Jubany, para mí todo era bastante nuevo. Un día me fui caminando por la costa, para el lado de la pingüinera. Salí solo. Me acuerdo que en esa época andaba siempre con botas de goma. Llegando a la punta, encuentro un colchón de algas enorme, de unos trescientos, cuatrocientos metros, y unos siete u ocho metros de ancho. Había subido la marea, había bajado y había dejado un colchón de algas de esas medidas en la costa. Yo iba con mi cámara de fotos, que en ese momento usaban rollo. Y de golpe se levanta un lobo de entre las algas. Me sorprende pero enseguida me pongo la cámara adelante de los ojos para sacar. Tiro la foto. Clack! Y el lobo salta y hace un metro, un metro y medio. Bueno, cargo el rollo, sin sacar el ojo de la cámara y veo que el lobo salta otra vez. Y ya lo tengo a tres metros. Tiro otra foto. Empiezo, de forma instintiva a caminar para atrás, y saco otra foto. Y el lobo vuelve a saltar y ya desaparece de mi lente. Bajo la cámara y estaba ahí. Otro salto, y ya lo tenía al lado. Me doy vuelta para irme, pero me patino en las algas. No logro avanzar bien y siento que el lobo me toca los talones. Hago más fuerza. Me costaba moverme por las algas. Y vuelvo a sentir que el lobo me toca y ahí ya empecé a correr. Y el lobo seguía corriendo, atrás… Me pegué un susto… Ahí entendí por qué en la Antártida nunca hay que salir solo.

¿Conoció el buque polar Bahía Paraíso?

Navegué en el Paraíso. Sí, acá vine en el Bahía Paraíso. Era lindo, muy grande. Eso ya fue en los años 80.

¿Era cómodo?

No lo sé. A mí me mandaban a dormir abajo, a la bodega. En la época en que yo anduve en el Bahía Aguirre y el Bahía Paraíso no sé si era cómodo o no. Pero yo viajaba siempre incómodo. El técnico viajaba siempre incómodo. No tenía su camarote. Viajaba en la bodega. En el Bahia Aguirre llegamos a ser ciento cincuenta en la bodega. Y en el Paraíso, más o menos lo mismo. Amontonados. Mucha gente. Y eso no ocurre en el Irizar. Si hoy viajás en el Irirzar son camarotes como máximo de seis. Como debe ser. Sino, es incómodo. Y cuando volvés, volvés de trabajar, te merecés volver cómodo. Pero el barco era hermoso, estaba bien hecho. Un barco desperdiciado. Navegó muy pocos años. Se hundió y era un barco necesario.

¿Qué es lo que más va a extrañar, entonces, de venir?

La gente. Desde luego, los lugares, trabajar al aire libre, el clima. Todos me conocen. Me siento bien acá, siento que soy parte.

¿Por qué le dicen Mono?

Tiene que ver con eso. ¿Ves? Con la gente. Tenía un jefe científico, un biólogo, que un día me dijo: sos un mono, vivís haciendo monadas. Y me quedó. Me quedó para siempre. Todos me conocen como Mono. Viajando, cuando estás en viaje, eso ayuda. Ese humor, esa broma, acerca, consuela. Y a la gente que conocés acá, la volvés a encontrar siempre en otro lado. Tengo una anécdota. Acá en este laboratorio, me hice amigo de una alemán, Hote Borneman, un veterinario, muy antártico. Un tipo alto, de casi dos metros. Yo hablo poco inglés y nada alemán. Y él, poco español, pero nos entendíamos. Creamos una amistad. Él trabajaba con elefantes. Hablábamos con señas. Meses juntos compartiendo la mesa, el trabajo, la rutina antártica. Termina la campaña. Él se va, yo me quedo un rato más. Después vuelvo, vuelvo a mi rutina y mi esposa me propone hacer un viaje para julio. Bueno. Qué sé yo. Está bien. A la Polinesia. Bueno. Vamos a Chile, vamos hasta la Isla de de Pascuas, damos unas vueltas. En el aeropuerto, lo veo a Hote. No, no es él. Me estoy equivocando. Había una cola. Y de golpe el tipo que se parecía a Hote me ve y grita: ¡Mono! No hablaba español. Era Hote. Nos abrazamos. De la Antártida a la Isla de Pascua. Por eso digo que lo que me llevo de mi vida y mi trabajo antártico es la gente. Mirá, mi viejo había sido profesor de la Escuela de Mecánica en la década del 60. Se manejaba mucho con capitanes y almirantes. Entonces, cuando yo empecé a subir a los buques de la Armada, siempre se daba la misma situación. Nos presentaban al comandante. Decíamos nuestro nombre, le dábamos la mano y me tocaba, el comandante me preguntaba si tenía algo que ver con el doctor Bellisio. Yo le decía que sí, que era su hijo. ¿No quiere venir a cenar hoy conmigo? Siempre me invitaban. Y diez años después, él se presentaba y le decían: ¿algo que ver con el Mono de la Antártida? Se había dado vuelta la cosa. Creo que él estaba orgulloso de eso, de mi destino antártico, de que se me reconociera mi trabajo.

¿Estar lejos de sus afectos alguna vez le resultó difícil?

Que Dios me perdone, jamás extrañé a nadie.

¿Nunca?

Fui apegado a mis padres. Pero eso no impidió mis viajes. A mi hija la extrañé. Sí, a ella sí. Somos muy compañeros. Pero antes de que ella naciera no. La pasaba tan bien con la gente y con mi trabajo…

¿Cómo le contarías la Antártida a alguien que nunca vino?

(Piensa en silencio)

No, no se puede.

¿Por qué?

Conocí un periodista, por un amigo en común. Un tipo que se había dedicado a viajar por trabajo y porque le gustaba. Una de esas personas que no se pueden quedar quietas. Cuando lo conocí, estaba recién vuelto de Egipto. Nos mostraba sus fotos en camello. Le dije: ¿no fuiste a la Antártida? Tenés que ir a la Antártida. ¿Te parece? me dice. Estuvo un tiempo que sí, que no. Al final sacó pasaje en barco de turistas. Venía una semana. A la vuelta me dijo: tenías razón, es como ir a otro planeta. Me dijo: voy a estar mucho tiempo tratando de entender qué es lo que viví y lo que vieron mis ojos. Me emociona eso. ¿Por qué? Es la única definición que encuentro. Es como ir a otro planeta. No solo es ir a un lugar lindo. Es otra cosa. Es lo que se vive, es la gente, es la forma en que se llega, es un todo.

Un joven Carlos Bellisio, navegando. Cuando le pregunté qué música escuchaba en esa época me respondió Led Zepelin y Deep Purple.

¿Y qué hay más allá de la Antártida?

El blues. Mi vida es la Antártida y el blues. Vamos a ver si me acostumbro a no venir. Voy a usar mi vida para escuchar blues y buena música. Para ir a escuchar blues en vivo. Tengo muchos amigos músicos y voy a tener mucho tiempo para ir a escucharlos.////

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