Sobre la Trilogía Argentina de Pablo Katchadjian
“He mitigado sus excesos barrocos…”
Borges
1.
El número 19 de la revista Otra parte lo abre un artículo de César Aira titulado “El tiempo y el lugar de la literatura”. Aira suele usar de forma indiscriminada la palabra “literatura” para teorizar sobre muchas cosas diferentes, casi siempre tematizando qué debe ser y qué no debe ser considerado “literatura”, y cómo debe ser y cómo no debe ser eso que llamamos “literatura”. Lejos de su pomposo título, sin embargo, el artículo de Otra parte es una ligera reflexión sobre El Martín Fierro ordenado alfabéticamente y El Aleph engordado, dos libros de Pablo Katchadjian. En el primero, como su título lo explica, Katchadjian ordenó el poema nacional usando la primera letra de cada verso como referencia. Así, puede haber sorpresa, pero no mayor complejidad. O al menos la complejidad aparece cuando se lo lee, no cuando se lo describe ni cuando se describe el procedimiento que lo produjo. El único dato que vale la pena señalar es que lo hizo solo con la primera parte, la que se conoce como “la ida”. Enseguida las lecturas de esta operación esquemática, como dijimos, abren un amplio espectro de especulaciones críticas.
Llama la atención –o quizás no tanto– que el primer adjetivo que use Aira para hablar del poema de Katchadjian sea “maravilloso”, una expresión coloquial, juvenil, fresca, pero sobre todo inconsistente. Lo que sigue resulta bastante mejor. Después de describir la operación de composición de El Martín Fierro ordenado alfabéticamente, Aira señala: “El resultado es un poema a la vez extraño y conocido, una cámara de ecos del poema nacional”. Lo extraño y lo conocido, entonces. O mejor, lo extraño en lo conocido, una de las definiciones del romanticismo alemán y sus epígonos europeos. También Freud. Pero sobre todo “lo extraño y lo conocido” implicando la llegada de cierta modernidad. El Martín Fierro fue sometido a operaciones de lectura y reescritura fuertes a lo largo de su historia como símbolo nacional e incluso antes. Desde Leónidas Lamborghini y el reciente remix en clave “pibes chorros” de Oscar Fariña hasta Muerte y transfiguración de Martín Fierro de Ezequiel Martínez Estrada, quizás el ensayo argentino más importante del siglo XX, el poema ha sido leído con gesto moderno. Sin embargo, ninguna versión parece más moderna que la de Katchadjian. Agregaría que ninguna suena más moderna que esta versión ordenada. Dice Aira:
“La voz del recitador permanece, en una dislocación de ultratumba, al mismo tiempo ha desaparecido, y nos damos cuenta con sorpresa de que nos hemos librado justo de lo que más nos molestaba: de esa insistencia de una voz en decirnos algo, hacerse entender, convencernos.”
Dislocación, ultratumba, permanecer y desaparecer, legibilidad: Aira entiende la operación. Luego, tiene que citar a Raymond Roussel. Aunque casi se podría decir que cualquier escritor serviría. Es la marca Aira. Roussel, entonces. Pero podría haber sido también su fetiche Duchamp, desde luego, o Robbe-Grillet, o el situacionismo, o la poesía concreta brasileña, o cualquier artista más o menos experimental del siglo XX. Sin embargo, lo que permanece y lo que desaparece no implican la peor aproximación al poema de Katchadjian. Aira se desentiende de esto, no desarrolla, se limita, a modo de ejemplo, a transcribir el principio y el final de la obra. Tomando donde él deja, vuelvo a preguntar, ¿qué se pierde y qué se gana? O con más precisión, ¿cómo se relaciona el poema de Katchadjian con el de Hernández? Condiciono la pregunta a la trama: ¿qué historia se narra con este nuevo orden? Con Katchadjian, las aventuras de un narrador que suponemos Martín Fierro se vuelven más difíciles de hallar y recordar, aparecen escondidas, deben ser reconstruidas. Los detalles abundan, quizás más que en la versión original, lo cual convierte un poema fuertemente narrativo en un cúmulo onírico, impresionista, lleno de yuxtaposiciones y cambios bruscos. La voz que cuenta, disruptiva, se vuelve así más triste, más monótona y esquiva, de alguna forma más pampeana, más solidaria con la idea de llanura. El lamento de esta primera parte persiste, entonces, tamizado, pero con una fuerza inusual.
El primer verso marca ya una fuga: “A andar con los avestruces” podría ser leído como “me fui con los avestruces”, esto es al campo, al desierto. También podría ser entendido como el principio de una larga invocación, el principio de una enumeración –y la enumeración será un recurso asiduo aquí–, pero la idea de la fuga se reafirma enseguida con los versos:
a mi china la dejé
A mí el Juez me tomó entre ojos
a mí no me gusta el cómo.
A mí no me matan penas
A mis hijos infelices
a naides le debo nada
A naides le dieron armas,
a ninguno lo largaron;
a ninguno me le atrevo
A otro que estaba apurao
A otros les brotan las coplas
Aquí la voz del poema cuenta que deja a su mujer y dice que sus hijos son infelices, describe una situación de desprotección, sin armas, sin libertad. En ese contexto, hay un sentimiento de resignación. Son otros los que se atreven, los pendencieros, los que se apuran, los que cantan. El Martín Fierro ordenado alfabéticamente entonces comienza con lo que es el final de la ida, comienza con la fuga, con una especie de leva porosa que no se termina de definir. Luego, casi sin mediar corte, se organiza otra escena. Entre lamentos fragmentarios, este Martín Fierro ordenado, que resulta mucho más desordenado para expresarse que el original, narra cómo mató a un pulpero. Y quizás ese sea el motivo de la leva.
¡Ah pobre, si él mismo creiba
¡Ah pulpero habilidoso!
¡Ah tiempo… pero si en él
¡Ah tiempos!… ¡Si era un orgullo
“¡Ah, gaucho!”, me respondió.
¡Ah, hijos de una…! ¡La codicia
¡Ah, si partía el corazón
Ahi comienzan sus desgracias,
Ahi empezaba el afán,
Ahi lo dejé con las tripas
Ahi no más ¡Cristo me valga!
Ahi no más me tiré al suelo
áhi no más se los comieron.
Los versos no son inequívocos. Pero se deja traslucir que se trata de una historia de orgullo, codicia y violencia, muy lamentada, donde el “pulpero habilidoso” saca la peor parte y el gaucho se desgracia. (El verso “áhi no más se los comieron”, que parecería estar hablando del cadáver, le da una tonalidad ligeramente zombie al final de la escena.) Enseguida dos versos corroboran la huida y el abandono del lugar del crimen: “Al dirme dejé la hacienda/ al fin de fiesta el pulpero”. Luego comienza una larga especulación sobre cómo será el lugar, cargada en los deícticos “allá” y “allí”, al que se dirige Martín Fierro. (Esto siempre entendiendo que mantengamos la primera persona y que esa primera persona remite al famoso gaucho. No encontré un enunciado que contradiga esta idea.)
Allá habrá siguridá
Allá no hay que trabajar,
allí jamás lo sorpriende
allí la proveduría.
allí me desconoció.
allí mis hijos queridos
allí mis pasos dirijo
Allí quedó de mojón
Allí sí se ven desgracias
Allí tuito va al revés:
Allí un gringo con un órgano
Amigazo, pa sufrir
¡Amigo, qué tiempo aquél!
La descripción empieza con la ilusión de un lugar seguro donde “no hay que trabajar”, pero luego es rápidamente reemplazada, una vez más, por la desilusión. Aunque el gaucho va al encuentro de sus hijos, que parecen haberlo precedido en ese exilio (“allí mis hijos queridos/ allí mis pasos dirijo”), no tardan en aparecer las “desgracias”. En vez de sus hijos, el protagonista se topa con un gringo y su órgano, que resultan, ambos, buena compañía para el lamento. La exclamación final puede ser irónica o apenas enfática, pero más allá de la inflexión que se le quiera dar, resulta negativa. Así, las penas continúan hasta que se genera un encontronazo con otro personaje, otro gaucho. Hay un punto aparte y entonces la voz poética dice:
cayó un gaucho que hacía alarde
cerca, en una vizcachera.
charabón en el desierto;
cimbrando por sobre el brazo
Colijo que jue para eso
Comiéndome con la vista:
Como a buscarme la hebra,
Como a perro cimarrón
Como a quererme comer;
Pese a la manifiesta hostilidad de este nuevo personaje, de este otro pendenciero, la pelea no se concreta. En su lugar surge una larga descripción, una larguísima analogía que encabezan los “como” y luego también los “con”. Pero, ¿quién es? Nos vemos tentados de pensar que la escena que no se consuma, que no resuelve, que queda en suspenso, puede leerse como el encuentro de la voz poética con un fantasma, un espejismo, o incluso un espejo. El gaucho, en la soledad vaporosa de su destierro, en el desierto alucinado y fragmentario, se ve a sí mismo, quizás en un remanso de agua a la luz de la luna, y lee en su cara el resentimiento, la amenaza y la violencia. Pero no, se trata –los lectores del Martín Fierro original lo empezamos a suponer– de Cruz, que nunca deja de ser ni en esta ni en la versión primera, un doble, “la otra cara de la moneda” como dice Martínez Estrada, pero, por eso mismo, con nombre, corporeizado, con identidad de personaje. La escena cierra en una invocación enmarcada prolijamente en signos de exclamación.
¡cosa que daba calor
Cruz le dio mano de amigo
Cruz y Fierro, de una estancia
Cuando ansí padece tanto!
La narración no se detiene, pero yo detengo aquí mi lectura. Justifico mi pereza y mi falta de ambición crítica con la idea de que el Martín Fierro –el original y este también, desde luego– se puede leer fragmentariamente. Los clásicos admiten esta posibilidad. Retomo a Aira, que dice: “Todo orden contiene otro orden, como una máquina latente de formalización”. Parece un señalamiento tautológico pero los conceptos de “máquina” y “formalización” aportan ideas críticas genuinas, útiles para leer el poema de Katchadjian. Aira luego agrega:
Habría que pensar en generaciones y generaciones de escolares a los que se les hiciera leer solo este Martín Fierro ordenado alfabéticamente, ocultando celosamente el otro, el convencional. Las desventuras del gaucho, consteladas en orden alfabético, y acompañando a estos jóvenes el resto de sus vidas (porque el juego no tendría gracia si no se los obligara a aprenderlo de memoria), darían origen a la larga a una nueva nacionalidad, distinta, si no mejor al menos más arriesgada…
Completar esta especulación implica pensar en, incluso arremeter contra, una lectura del Martín Fierro, la lectura canónica. ¿Cómo serían esas nuevas generaciones educadas en la sensibilidad nacional, esa electricidad, que muchas veces conduce, en el sentido de “agente conductor”, el Martín Fierro de Hernández? Creo que más melancólicas, menos aventureras, necesariamente más astutas, despiertas y dadas –sensibles– a la interpretación que nunca se verifica.
2.
El Martín Fierro ordenado alfabéticamente no es la única reescritura que Pablo Katchadjian realizó del texto de Hernández. El 25 de mayo del 2010, la librería Eterna Cadencia invitó a una serie de autores a leer el poema para festejar los cien años de la revolución patria. No se trataba de la lectura en un virtuoso continuo sin interrupciones y cronometrado, sino que se hicieron varios cortes y descansos. La lista de invitados incluía a Abelardo Castillo, Horacio González, Ana María Shua, Sylvia Iparraguirre, Samanta Schweblin, Eduardo Muslip y Lucía Puenzo, entre otros. Argentino Luna fue el previsible encargado de cerrar la lectura. El público, que se renovaba, seguía a los recitadores con sus propios ejemplares. Invitado y habiendo creado la expectativa con su ordenamiento alfabético, Katchadjian no decepcionó. Seguí su lectura en mi libro. Las variaciones que hizo fueron sutiles. Como le tocaba leer la parte de las cuartetas, sustituyó los segundos y terceros versos de algunas, muy pocas, por los segundos y terceros versos de otras. Al principio parecía que no pasaba nada. Y de repente surgía el glitch. Incluso para un estudioso del poema, el cambio resultaba imperceptible si no se tenía el original a mano. Más aun. Incluso con el texto como guía, las alteraciones, que se percibían perfectamente, generaban dudas sobre lo que había sido leído. Doy un ejemplo. La cuarteta 1005 dice:
Él se daba muchos aires;
Pasaba siempre leyendo;
Decían que estaba prendiendo
Pa recibirse de fraile.
Pero Katchadjian leyó:
Él se daba muchos aires;
Y sucede, de ordinario,
Tener que juntarse varios
Pa recibirse de fraile.
Es el resultado de la combinación de la cuarteta 1005 con la 1025. La 1025 dice así:
¡Todo es como pan bendito!
Y sucede, de ordinario,
Tener que juntarse varios
Para hacer un pucherito.
Pero en la lectura de Katchadjian dice:
¡Todo es como pan bendito!
Pasaba siempre leyendo;
Decían que estaba aprendiendo
Para hacer un pucherito.
Retuve dos o tres alteraciones como esta. Seguramente hubo más. Quizás sobre el papel la diferencia sea evidente. En la lectura oral, pasaban con un ligero sobresalto. A diferencia de El Martín Fierro ordenado alfabéticamente, estas modificaciones no son espectaculares. Constituyen apenas un pequeño pero no por eso menos importante acto de subversión a la tradición poética argentina. ¿Qué nos está diciendo Katchadjian cuando logra reubicar versos sin alterar significativamente la percepción del poema? ¿Hasta qué punto son intercambiables los versos, elemento atómico del trabajo lírico, en el poema nacional? El sentido final, si lo analizamos, cambia. ¿Qué dice ese cambio? ¿Cómo quedaría el poema si Katchadjian lo reordenara íntegro? Todos modificamos un texto cuando lo leemos en voz alta. Algunas modificaciones –la voz demasiado aguda o grave, un error de dicción, incluso una carraspera o una interrupción– alteran el texto desde lo accidental. Otras marcas resultan más enigmáticamente críticas.
3.
Seguro ignorante de la gauchesca y sus variaciones, el artista ruso Alexander Brener pintó, en 1997, un signo de dólar con aerosol verde sobre el cuadro Cruz Blanca Suprematista 1920–1927 de Kasimir Malevich. La obra se exponía en el Stedelijk Museum de Arte Moderno de Ámsterdam. Durante el juicio por vandalismo y daños, Brener declaro: “La cruz es un símbolo de sufrimiento, el signo del dólar es un símbolo de comercio e intercambio. ¿Desde qué punto de vista humanitario son las ideas de Jesucristo de mayor significancia que las del dinero? Lo que yo hice no fue contra la pintura. Veo en mi acto un diálogo con Malevich”. Relativizando esta pirotécnica verbal, habría que recuperar la palabra “diálogo” como un concepto clave de la argumentación. Más allá de toda teoría, muy bien plantados dentro de una idea de arte específica, los jueces que escucharon a Brener hicieron cuentas. La pintura de Malevich estaba asegurada por un valor de dieciséis millones de dólares. Brener fue preso. Dejando de lado, si esto resultara posible, las implicaciones monetarias, jurídicas y legales –a las que desde luego no subestimo como parte de un análisis estético– sería posible rastrear una diálogo semejante entre el Martín Fierro de Hernández y el de Katchadjian. Esta relación de injuria y homenaje se extendería, con más precisión, en El Aleph Engordado, que Katchadjian publicó promediando el 2009. Como el gesto artístico-vandálico de Brener, el libro de Katchadjian plantea un “diálogo” con una obra de arte canonizada. Pero a diferencia del accionar del artista ruso, el suyo es, al mismo tiempo, si se me permite el oxímoron, violento y sutil.
“El trabajo de engordamiento –escribe Katchadjian en la posdata de su libro– tuvo una sola regla: no quitar ni alterar nada del texto original, ni palabras, ni comas, ni puntos, ni el orden. Eso significa que el texto de Borges está intacto pero totalmente cruzado por el mío, de modo que si alguien quisiera podría volver al texto de Borges desde este.” No hay mucho más para decir. Como sucede con El Martín Fierro ordenado alfabéticamente, si el procedimiento es simple, o al menos es simple su descripción, la obra final resulta de una complejidad atendible. Pero pensemos: si el Aleph es todo, o al menos en él es posible ver todo, ¿qué es El Aleph engordado más allá de su procedimiento compositivo? Los momentos de enumeración de El Aleph magro son bien tratados, alimentados y expandidos por Katchadjian. Su inteligencia de feed-lot es equilibrada. Así y todo la idea de “engordar” el absoluto implica cierta picaresca. Digamos, una picaresca conceptual de los detalles. Por ejemplo, al ya famoso alfajor santafesino que Borges lleva en una de sus visitas a la casa de los Viterbo, se agrega ahora un telúrico vino patero. Y las modificaciones evidentes, las menos sutiles, también resultan acertadas. Se luce, en esta categoría, la sesión de brujería y drogas que el Borges narrador comparte con la mucama chilena de rasgos mapuches. También la hinchazón temperamental de Daneri, que recuerda bastante al Fitzgerald descripto por Hemingway en París era una fiesta. Ahí el texto se comenta a sí mismo: “Esos rasgos engordados resultan mucho más atractivos que los finos y filosos originales”. La frase es menos una autodefensa celebratoria que una propuesta. Entonces surge la pregunta: ¿cómo leer el engordado? Más allá de los deseos y anhelos particulares de cada lector, habría unas instrucciones básicas para un primer acercamiento crítico a El Aleph engordado. Suponiendo que el lector ya leyó el cuento de Borges, el procedimiento sería así. Primero, leer el engordado y subrayarlo. Luego, volver a leer “El Aleph” de Borges. Dejar reposar ambas lecturas. Una semana más tarde –puede ser una semana corta de cuatro o cinco días–, comparar los textos. El subrayado debería señalar una tensión, intentar descubrir las modificaciones del texto primero. Funcionarían, entonces, estas marcas, como las marcas que el cirujano hace en el cuerpo antes de iniciar la liposucción. Nuestros prejuicios y la información parasitaria sobre la marca “Borges”, estoy seguro, nos depararán alguna sorpresa.
Una salvedad importante. El engordado no transforma a Borges en otro escritor. No hay delirio. No hay, digamos, sobrepeso. Esta grasa nueva marca los músculos, genera mayores relieves, no cuelga. Como en ciertos cortes, le da más sabor a la carne. No hay monjas voladoras ni excesos graciosos y/o excéntricos. Los agregados evitan con precisión lo paródico. Aunque sí se escucha un tono ligeramente burlón, algo que de hecho ya está en el texto sin intervenir de Borges. ¿Por qué entonces Katchadjian prefiere el “engordado” antes que el “estirado”, el “alargado” o el “expandido”? El barroco es un pliegue, no una esencia, y la proteína se aloja entre los músculos, como reserva energética en caso de esfuerzo o necesidad. Doble trasgresión festiva, entonces, la de Katchadjian. Por un lado, la variación que afecta y juega con el texto ultra-canónico. La segunda, mucho más importante, cierta reivindicación de “lo gordo” en tiempos de obsesiones dietarias. “Cambiará el universo infinito pero yo no” dice Borges, con melancolía, vanidad y auto-indulgencia. Pero es un enunciado que intenta resistir lo inevitable, ya que todo cambia, todo el tiempo.
Llegado este punto es posible hacerse otra pregunta: ¿es El Aleph engordado de Katchadjian El Aleph de Daneri? No, la cosa resulta más compleja. Para cierta tradición estética, ligada a una historia escéptica, los griegos habían encontrado el equilibrio perfecto con dos disciplinas, la música y la gimnasia. Nietzsche, en El nacimiento de la tragedia, planteó otra opción, más latina, necesariamente más italiana y engrasada. El Aleph engordado de Katchadjian es, sí, menos criollo –o sajón– que plebeyo, inmigratorio, necesariamente armenio, o francés de merengue. Sus modificaciones agudizan la crítica adiposa a lo sublime que se puede leer en “El Aleph” flaco. En este sentido, se podría hablar de un Aleph “robustecido”. Pero siempre y cuando no se olvide la grasa como el excedente, como la falta de síntesis, como el error para los griegos que encaraban el mundo desde lo apolíneo. Siempre recordando que lo latino conquistó el universo conocido, y a los griegos en él, haciendo asados y copiando, repitiendo, plagiando los modelos helenos del arte. En este sentido, ese Aleph, sobre todo el engordado, es latino, barroco, feroz: una respuesta mediterránea a un autor que siempre se jactó de su pertenencia anglo. La gordura y su campo semántico trazan así la línea fundamental que empieza con la Comedia de Dante y que recorre casi setecientos años de historia, llega hasta Help a él de Fogwill, y encuentra en este libro un eslabón más.
Cuando en la tradición literaria argentina se habla del todo, o se lo alude, o se cita la totalidad de algo, o se realiza, sin más, un catálogo, es posible relacionarlo con “El Aleph” de Borges. Sin mucha pericia, las citas aparecen y se ajustan. “El Aleph” funciona como marco de referencia, umbral de sentido, reescrito o reordenado. En esta categoría, una primera enumeración debería incluir el citado Help a él y también Sábado de gloria, un relato de David Viñas al que Daniel Link se refiere como un Aleph pop. Si estuviéramos dispuestos a salir de las fronteras nacionales podría sumarse El aleph erótico de Ramón Rocha Monroy, cuyas primeras líneas dicen “Dos entre muchos ejemplos me inducen a creer que el erotismo es una esfera cuyo centro está en todas partes y cuya circunferencia en ninguna”. Y hasta que Godoy escribió la Escolástica nadie había intentado el Aleph del peronismo. Pero, ¿quiénes miran en la Escolástica? ¿Dónde miran? ¿Es posible ver un movimiento político de masas en el sótano de una vieja casona porteña? La locación debería variar, ser a cielo abierto, ser compartida, pública. Más fácil, en todo caso, es responder por qué se mira. Una línea zigzagueante aunque firme podría trazarse entre Radiografía de la Pampa, “El Aleph” y la Escolástica Peronista Ilustrada.
4.
Vuelvo a Aira, que cierra su breve artículo con estas frases: “Pablo Katchadjian anuncia para el año que viene el volumen final de su trilogía: El matadero de Echeverría. No sé qué hará con él, he querido preguntarle; podemos esperar cualquier cosa”. Sin embargo, El matadero intervenido nunca llegó. En su lugar, Katchadjian publicó en el 2010 una novela titulada Qué hacer.
Estructurada en base a capítulos breves y numerados, la novela se compone de una escena central que se expande y desarrolla en una serie de variaciones hasta llegar al capítulo 50. El principio dice así:
Estamos Alberto y yo enseñando en un aula de una universidad inglesa cuando un alumno, con tono agresivo, nos pregunta: cuando los filósofos hablan, ¿lo que dicen es cierto o se trata de un doble? Alberto y yo nos miramos un poco nerviosos por no haber entendido la pregunta. Alberto reacciona primero: se adelanta y le responde que eso no se puede saber. El alumno, descontento con la respuesta, se pone de pie (mide dos metros y medio de altura), se acerca a Alberto, lo agarra y empieza a metérselo en la boca. Pero aunque esto parece peligroso, no sólo los alumnos y yo nos reímos sino que Alberto, con medio cuerpo adentro de la boca del alumno, se ríe y dice: está bien, está bien. Después Alberto y yo aparecemos en una plaza.
En este párrafo se condensan, de alguna manera, todas las operaciones y características de la novela. Alberto y el narrador son los protagonistas y se desempeñan como profesores en una universidad inglesa. La escena nuclear, o al menos la disparadora, sucede en una clase donde ellos son interpelados por sus alumnos mientras enseñan. Enseguida la narración es atravesada por un gesto onírico que se va a mantener. Antes recurso formal que objeto de interés y exploración, lo onírico articula y encadena las situaciones. Los conectores, como en el final de esta primera escena, pertenecen a este repertorio, sobre todo cuando se cambia de escenario. Los protagonistas son presentados en la universidad dando su clase y sin mediación “aparecen” en una isla, en un barco, en una cantina, en una juguetería, en un terreno baldío, en un aeropuerto, y así. Anoto algunas variaciones:
“Sin saber cómo aparecemos en otro cuarto.”
“En ese momento descubro que estamos en un puente.”
“De repente Alberto es una momia.”
“En ese momento notamos que la discoteca está vacía.”
La sucesión de escenas y hechos que llevan adelante la trama esquiva y recursiva se organizan con esas expresiones usualmente asociadas a las narraciones incoherentes de los sueños: “sin saber cómo”, “de golpe”, “y entonces aparecemos en”. También se presentan enunciados contradictorios. El capítulo 22 empieza así: “Es todo muy poco claro, porque estamos en una universidad inglesa pero a la vez no estamos en ningún lugar definible, aunque sí tenemos la certeza de estar en guerra”. Y el capítulo 4 contiene esta frase: “En ese momento descubro que estamos en un puente pero que a la vez estamos en un barco”.
Con estos procedimientos, la novela tematiza la amistad, la vida doméstica, el erotismo, la censura, la política, la guerra, e incorpora personajes y escenarios muy diferentes entre sí, pero mantiene en la base y a fuerza de repeticiones algunos temas que articulan todo su desarrollo. Agrupando estas repeticiones tendríamos el primer relato, el relato sobre el que se insiste, el relato que sucede en una universidad inglesa, o al menos que comienza en una universidad inglesa, protagonizado por Alberto y el narrador siendo interpelados por sus alumnos.
Dentro de esa aparente monotonía, pese a ese “eterno retorno”, es posible leer a la novela comentándose a sí misma. El capítulo 16, en ese sentido, incluye algunas claves. Retomando la escena de la universidad inglesa, Alberto y el narrador son interpelados por un alumno que les pregunta si los contenidos que están dictando, una relación entre Juvenal y Persio con León Bloy, son “irracionales”. Aparecen “voces” que responden y se da un ida y vuelta sobre la racionalidad y la irracionalidad hasta que el narrador dice:
Seguimos sin entender la pregunta, pero vuelvo a responderle con una voz que es como si no fuera mía, o al menos que yo no siento como mía: sí, el sistema es realmente racional, pero no te confundas: la idea del sistema es irracional y su origen es irracional también; lo racional, verdaderamente racional, es su funcionamiento y su lógica.
Más allá de una genealogía del sistema es el “funcionamiento” el que soporta lo “racional”, palabra que me atrevería a confundir con “sentido”. Es el “funcionamiento” el que da sentido. Que sea una voz ajena, una voz extraña, la que responde, es parte de ese irracionalismo que es contenido y significado por el funcionamiento del sistema. Después de un cambio de escenario en que los protagonistas pasan a un barco, a una cantina y a un bosque, regresan a la universidad y Alberto, “para evitar que los alumnos se enojen, les dice que todo se trata de una construcción poética”.
Qué hacer entonces mezcla y vuelve a utilizar los procedimientos que Katchadjian desarrolló en El Martín Fierro ordenado alfabéticamente y en El Aleph engordado. Por un lado, fórceps conceptuales, formalización, orden e inversiones de ese orden; por el otro reproducción, rellenado, proliferación. La máquina de la que habla Aira aparece también en este libro. ¿Es posible, llegado este punto, leer Qué hacer como la última parte de la trilogía argentina? Si aceptáramos esta hipótesis, y convirtiéramos a Qué hacer en la tercera parte de la trilogía argentina de la que habla Aira, deberíamos encontrar un lugar de unión, de coincidencia, para completar la serie. ¿Qué hacer como El matadero deconstruido? No parece ser esa la línea de lectura. Sin embargo, los tres libros tienen mucho en común. Variaciones sobre variaciones, recursividades, reescrituras, en esta trilogía argentina que se completa con Qué hacer, ya desde su título una reescritura, no sería el texto de partida, el texto a ser reescrito, lo que alimentaría al gentilicio “argentina”, sino el procedimiento, la “operación”, el acto de variar, de reordenar, de tergiversar. Allí residiría la articulación, en el acto manifiesto de generar un texto maquínico e irrespetuoso, que se tensa con la tradición al mismo tiempo que la lee y la interpreta. La hipótesis se robustece si pensamos que los textos canónicos que funcionaron como puntos de partida para las variaciones de Katchadjian son a su vez variaciones, en muchos casos conscientes, de otros textos canónicos –por lo general europeos–, o mejor, son reflejos periféricos de esas producciones centrales. Bastaría con aceptar el enunciado lugoniano que describe a Martín Fierro como nuestro héroe épico, comparándolo con textos como La Ilíada. Las escrituras de Katchadjian no son, finalmente, tan disruptivas. (En el caso de Echeverría, padre importador del romanticismo al Río de la Plata, quizás sea posible la ingenuidad. Borges, por su parte, era más consciente de estos préstamos y traducciones y los ironizaba y retorcía.)
La respuesta entonces a este Qué hacer –que no termina de constituirse como pregunta, que pierde su signo interrogativo, que se propone casi como una solución incluso antes de que el enigma sea formulado–, la respuesta, digo, es crear variaciones. En el capítulo 26 la cuestión es analizada así: “Alberto no puede pensar el enigma justamente porque el enigma le gusta; entonces, lo que no le gusta es pensar el enigma, porque pensar el enigma supone intentar deshacerlo”.
Propongo leer Qué hacer, entonces, en lugar de la reescritura de El matadero de Echeverría. Pero no solo eso. Agrego: es posible, de entre las muchísimas líneas de lectura que se desprenden de Qué hacer, encontrar, más allá de un ars poetica y su práctica, una indagación sobre la docencia y los efectos de la distribución y transmisión del conocimiento, y la ligera –o profunda– esquizofrenia que puede producir la situación pedagógica. La agresividad de los alumnos que escuchan o desafían a los protagonistas, su deformidad y gigantismo, los equívocos a los que se prestan los autores citados, la diversidad de estos autores, los extravíos y pliegues del sentido, tanto para los alumnos como para los docentes, terminan posicionando a Qué hacer como una novela sobre la educación. Por estas correspondencias, por sus dudas y sus certezas, por su poca perplejidad ante eventos oníricos o fantásticos, se me ocurre que Alberto y el narrador son antes lectores de El Martín Fierro ordenado alfabéticamente que del Martín Fierro canónico. Su descripción y comportamiento cuadraría con esos alumnos que estudiaron la gauchesca con el nuevo poema nacional del que hablaba Aira. Si aceptamos esta posibilidad, leída desde ahí, Qué hacer se transformaría en una ucronía. En esa dimensión paralela triunfa El Martín Fierro ordenado alfabéticamente y el narrador de Qué hacer está formateado en el paradigma de esa nueva lectura canónica. La tradición cambia. En vez de una diégesis cronológica, tenemos una novela de acumulación, yuxtaposición y variaciones. La variación, así, como clave de la trilogía argentina.
5.
“El Barroco no remite a una esencia, sino más bien a una función operatoria, a un rasgo” dice Gilles Deleuze en El pliegue, Leibniz y el Barroco. Las definiciones clásicas del barroco hablan de una “escenificación”, una “ilusión como su pathos teatral”. Para la sensibilidad barroca, el artificio sorprendente y la invención ingeniosa se convierten en criterio de belleza. Con el barroco, según Umberto Eco, nace una “especie de vértigo por el triunfo del engranaje, de tal modo que importa menos lo que produce la máquina que el suntuoso dispendio de economías mecánicas mediante las que lo produce, y a menudo muchas de estas máquinas presentan una desproporción exagerada entre la simplicidad del efecto que causan y los medios sofisticadísimos que utilizan para obtenerlo.” (Historia de la belleza, Lumen, 2004).
Así la máquina barroca, lejos de la pintura y la escultura –aunque quizás no tan lejos– parece vivir porque sí, solo para ostentar su estructura, más allá de su utilidad y su objetivo final. Y lo que se busca es ofuscar, impresionar, saturar.
Es posible pensar los tres libros analizados aquí, entonces, como parte de esa serie o respondiendo a esas características, pero desde luego también excediéndolas. Hay puntos de coincidencia entre los “teatros catóptricos”, basados en la magia de los espejos, y el reordenamiento, el rellenado y las variaciones yuxtapuestas que propone Pablo Katchadjian.
En los años 20, Benedetto Croce definió el barroco como “un juego… Una búsqueda de medios para crear desconcierto. Por su propio carácter, el barroco… en última instancia, a pesar del movimiento y del calor de su superficie, resulta frío. A pesar de su riqueza de imágenes y de la multiplicidad de las combinaciones de las mismas transmite la sensación de vacío.”
La tradición argentina es pródiga en reescrituras y en máquinas, y probablemente Croce sea injusto con el barroco europeo contra el que reacciona. Como fuere, su cita no se aplica a Katchadjian. Todas las tensiones que articulan la literatura de nuestro país pueden ser leídas en su trilogía argentina.///